Por: Carlos Altamirano-Morales

Recuerdo ese momento de niño en el que torpemente derramé mi bebida sobre el papel en el que yo pintaba. Mi obra de arte había quedado arruinada por una fea mancha ocasionada accidentalmente por un descuido mío. Empecé a llorar desconsolado. Había empleado tanto tiempo y esfuerzo hasta entonces en lo que consideraba mi mejor trabajo, el cual ahora encontraba destruido para siempre. En eso, llegó mi maestra y con una ternura y destreza sorprendente, me mostró que la pintura aún podía salvarse. Así, ante mi asombro y alegría, ella aprovechó la misma mancha para crear otros rasgos sorprendentes, con la misma técnica mostrada ahora en videos con la que un artista convierte las manchas accidentales de café en dibujos increíbles. Mi obra quedó mejor que lo esperado.

Hoy ya casi no dibujo ni pinto, pero sigo derramando mis bebidas, sigo arruinando mis trabajos con mis torpezas. ¿Cuántas equivocaciones he cometido, cuántos errores, cuántas faltas? He arruinado casi todo lo que he hecho; y aún peor, he derramado mi bebida en lo que otros hacen y arruinado sus obras. Sé que no hay vuelta atrás, pero me gustaría que viniera algún gran artista que pudiera transformar esas feas manchas en algo bello.

Ese artista sí existe.

En su relato cosmogónico Ainulindalë («La música de los ainur») que se incluye en la obra El Silmarillion, el escritor británico J. R. R. Tolkien, autor también de El señor de los anillos, describe magistralmente como el personaje divino de Ilúvatar convocó a todos los ainur, seres espirituales creados previamente por él, y les comunicó un tema (musical) poderoso. Posteriormente, Ilúvatar les dijo que, sobre ese tema, ellos hicieran juntos y en armonía, una Gran Música, en la que cada uno mostraría sus poderes en el adorno. Ilúvatar se sentaría y escucharía con agrado la belleza que despertara en canción. Así lo hizo y los ainur comenzaron su participación y colaboración en esta gran obra. Sin embargo, uno de ellos, Melkor, a quien le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, en su libertad, empezó a distanciarse del designio y tema de Ilúvatar y a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos. Por ello, Melkor empezó a entretejer algunos de estos pensamientos en la música y creó una discordancia que confundió y desalentó a muchos de los que tenía cerca. Ilúvatar se paró y detuvo a los ainur para que empezaran el tema de nuevo, pero la discordancia de Melkor aumentó e incluso otros lo siguieron. Esto se repitió varias veces. La tercera vez que Ilúvatar se puso de pie, cesó la música y dijo esto:

—Poderosos son los ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los ainur que yo soy Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es solo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado.

Y les mostró el mundo asombroso que habían creado todos con su música. Incluso, lo que Melkor pensó que hacía para destruir pudo ser utilizado y transformado en algo mejor al final.

Dios es un artista, no cabe duda. Y Tolkien plasmó de forma alegórica esta característica en el personaje de Ilúvatar. A Él no se le escapa nada y es capaz de reconstruir y reconfigurar en armonías nuestras discordancias, ya sean accidentales o intencionales.

Dios no hace nada malo. Al ser amor, todo lo hace para bien. Sin embargo, nos da libertad como prerrequisito para el amor, y es nuestra libertad la causa de que podamos elegir algo que tiene como consecuencia el mal, el dolor, la muerte, la discordancia. Dios no creó eso, solo nuestra libertad, a la que respeta. Yo no diría siquiera que Dios «permite el mal», como si lo aceptara o se resignara a ello. ¡No! Creo que a Dios no le gusta que el mal exista, así como a ninguna maestra o madre le gusta que caiga bebida en la pintura de un niño. Pero una vez que sucede, Dios aprovecha alguno de esos males y como artista que es, los convierte en algo provechoso, en algo que incluso mejora el proyecto inicial.

Considero que la cruz es así: un instrumento creado originalmente por el ser humano para atormentar y matar, una creación del torpe uso de su libertad, que Dios reconfigura con ternura para dar vida y esperanza, para acercarnos más a Él. La cruz fue originalmente un medio de tortura y muerte, pero Jesús la reconfiguró y aprovechó para mostrarnos que Dios nos ama en extremo. Dios no tiene miedo de que nuestras faltas arruinen su obra, tampoco las desea, por supuesto; pero una vez presentes por nuestra torpeza, las aprovecha y crea algo más grande con ellas. De manera semejante, los cristianos no debemos desear el mal, pero tampoco debemos tenerle miedo, pues sabemos que nada escapa de la providencia de Dios y al final nada impedirá su designio. Por eso levantamos la cruz en alto, porque Dios siempre puede más.

Por lo anterior, podríamos considerar a la cruz de cada uno como algo negativo ocasionado o creado originalmente por nosotros, no por Dios, pero que Él transforma y aprovecha para quitar de nosotros lo que nos aleja de Él, lo que nos impide acercarnos a Él. Podríamos definirla como un medio para despojarnos de lo que nos impide acercarnos a Él. Duele, pero es una manera de aprovechar o redimir el mal. El dolor, de hecho, es una de esas cosas, originalmente malas y sin sentido, que Dios transforma para sacar algo bueno, para permitirnos amar como Él ama.

Antes de seguir con el tema del dolor y del sufrimiento, para entender, nos puede servir también la comparación entre placer y felicidad. Y es que placer y felicidad no son lo mismo. El placer es la sensación agradable, y a veces adictiva, que se dispara en nosotros ante un estímulo externo, que puede ir desde comer un chocolate hasta apreciar una imagen que nos guste. Es algo grato, pero generalmente de corta duración. Y su antónimo es el dolor. La felicidad, por otra parte, se relaciona más con el estado de satisfacción que se logra con el avance hacia objetivos de largo plazo, y por ello tiende a ser más duradera. Y su antónimo es la infelicidad. Lo importante, es reconocer la diferencia entre estos términos, y observar que uno puede sentir dolor y ser feliz, así como puede sentir placer e infelicidad al mismo tiempo. Por ejemplo, podemos observar a un competidor en las disciplinas de maratón o de marcha al llegar a la meta. En estos competidores, se observa una expresión de dolor y sufrimiento. Se ve que les duele todo, desde las piernas hasta los parpados. Sin embargo, al mismo tiempo, se descubre en ellos una expresión de felicidad por haber terminado la carrera. Por otra parte, un alcohólico puede sentir placer al consumir un buen vino u otra bebida, que hoy diríamos que le proporciona dopamina en su organismo, pero al mismo tiempo puede ser infeliz por una pérdida, ya sea de un ser querido, del empleo o de sí mismo. A todos nos gustaría sentir placer y felicidad, pero esto no siempre se da. Lo bueno es que Dios permite que, aún a pesar del sufrimiento, podamos ser plenos y felices. A veces, incluso, pareciera ser una condición.

Como lo mencionan los libros sagrados, y nos lo han recordado santos y eruditos, Dios no crea o no tenía planeado originalmente el mal para nosotros, pero respeta nuestra libertad, porque es un requisito para que podamos amar como Él. Así que, como artista que es, y a través de su tiempo, del kairós, va reconfigurando cada mal que nosotros torpemente generamos, y tiernamente lo convierte en oportunidad de mejora para alcanzar nuestra plenitud.

Por ejemplo, un alcohólico, para recuperarse, puede someterse a tratamientos que incluyan el aislamiento temporal y el paso por dolorosos periodos de abstinencia. Ni el aislamiento ni el dolor de la abstinencia son originalmente cosas buenas. En un principio, son consecuencias negativas del torpe empleo de la libertad del ser humano. Sin embargo, Dios, como gran artista, las aprovecha para que, gracias a ellas, el alcohólico pueda volver a estar en contacto con los suyos y con él mismo. Así que el alcoholismo no es la cruz para el alcohólico. La cruz para él es el tratamiento, el aislamiento temporal o el síndrome de la abstinencia. Pero tal vez el alcoholismo de un pariente sí es la cruz para otra persona de la familia; es el mal reconfigurado que puede hacer que esta otra persona se acerque a Dios.

Cada uno tiene una cruz distinta y especial, y uno no la escoge. Recordemos que acercarnos a Dios no significa tanto acercarnos a un lugar específico, sino a una condición, a un estado. Acercarnos a Dios, es acercarnos más a lo que Él es, es llegar a ser, cada vez más, imágenes suyas; esto es, amar como Él ama. Para esto fuimos creados.

Dios nos invita a lo mismo, a aprovechar nuestras faltas: al arte de aprovechar nuestras faltas. La mancha que torpemente ocasionamos en nuestra pintura aún puede transformarse en algo bello. Dejémonos ayudar por Dios.

Zacatecas, Zacatecas, 25 de septiembre de 2022.

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