Por: Carlos Altamirano-Morales

Revisemos ahora lo que la Iglesia Católica define actualmente como cielo. Dentro de la tradición cristiana, la Iglesia Católica tiene registro de las abundantes meditaciones y razonamientos que se han dado en su interior a lo largo de dos mil años sobre este y otros conceptos relacionados que se encuentran en las Sagradas Escrituras. Algunas de estas meditaciones y consideraciones han sido compiladas en el Catecismo de la Iglesia Católica, cuya versión latina fue presentada en 1997 como una exposición completa e íntegra de la doctrina católica. En este documento podemos observar algunas definiciones y aclaraciones sobre el término «cielo», que sirven de enlace con los conceptos tradicionales vistos anteriormente y que ayudan a comprender más su uso, no solo dentro del catolicismo, sino dentro de toda la tradición cristiana en común, y posiblemente dentro de la tradición judeocristiana en mayor amplitud.

Primeramente, en el número 326 de este catecismo, la Iglesia aclara la diferencia entre cielo y tierra en la tradición cristiana. «La tierra», es el mundo de los hombres, mientras que «el cielo» o «los cielos» designan el «lugar» propio de Dios. Menciona además que «cielo» es la gloria escatológica, que indica el «lugar» de las criaturas espirituales —los ángeles— que rodean a Dios. Curiosamente, en el mismo número podemos leer que «el cielo» o «los cielos» pueden designar también el firmamento.

Más adelante, en el número 1023, el catecismo indica que las almas de todos los santos «estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles» y aclara que los que están ahí, están más íntimamente unidos con Cristo.

Un número más adelante, el 1024, amplía el concepto e indica que se llama «el cielo» a esta «vida perfecta con la Santísima Trinidad, a esta comunión de vida y de amor con ella». Y aclara que el cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

En el número 1025, se aclara aún más que vivir en el cielo es «estar con Cristo», es vivir «en Él». Y continúa indicando que el cielo es donde el ser humano encuentra verdadera identidad, su propio nombre.

En el número 1026, leemos que «la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo» y que «el cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él».

En el número 1027, se aclara que «este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso». Esto es, el cielo es y será para el cristiano solo una imagen o representación parcial de algo mucho mayor, que no puede ser representado ni comprendido en su totalidad por nosotros en nuestra vida terrena.

Sin embargo, podemos conocer al menos algo, pues en el número 1028 se lee que, si bien Dios no puede ser visto, «Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica»», que implica «tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo…, de las alegrías de la inmortalidad alcanzada». Este honor también es el cielo.

En el número 1029 leemos que la vida en el cielo no es estática ni aburrida y menos la de un centro vacacional: «En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera».

En el número 1042 se indica que «al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud», y que «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo», cuando el universo entero, «quede perfectamente renovado en Cristo».

Fig. 1. «En la gloria celeste, […] también la creación entera […] será perfectamente renovada en Cristo» (LG 48).

En el número 1043 se indica que la sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación que trasformará la humanidad y el mundo, y que «será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza”».

Luego, en el número 1326, se menciona que, por la celebración eucarística, nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna, cuando Dios será todo en todos.

Más adelante, en el número 2794, el catecismo aclara que, cuando en la oración del Padre Nuestro, se menciona que Dios Padre está en el cielo, este cielo «no significa un lugar» [espacio] sino «una manera de ser»; «su majestad». Estar en el cielo no significa que Dios Padre está «en esta o aquella parte» (física), sino que está «por encima de todo» lo que puede el hombre concebir (en cuanto a santidad divina, a consideración e importancia). Por ello, entiendo que, para un cristiano, el declarar que Dios Padre está en el cielo, significaría en un inicio el declarar que Dios ocupa el primer lugar dentro de cualquier orden de prioridades; el lugar principal o «prioridad uno» de amores, afectos y consideraciones antes de cualquier acto, pensamiento o expresión. Pero incluso sería considerar aún más que eso, porque Dios no es primero de cada una de estas categorías, como si fuera uno más de sus miembros, ni aún el más importante, sino que está sobre todas ellas: las sostiene, las «engloba» y les da la posibilidad de ser. Por ello, se dice que está más allá de lo que podemos concebir acerca de la santidad divina.

Por otra parte, se adiciona que, en caso de querer insistir en definir al cielo como un lugar, podríamos ubicarlo o entenderlo como el corazón de los justos, donde Dios habita: «Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el Cielo” hay que entenderlas en relación con el corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca». De esta manera, añadía San Cirilo de Jerusalén, «el “cielo” bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea».

En el número 2795 se lee que el símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada. La Casa del Padre es, por tanto, nuestra «patria». De la patria de la Alianza, el pecado nos ha desterrado, y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver. En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra, porque el Hijo «ha bajado del cielo», solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión.

Luego, en el número 2796, se menciona que, cuando la Iglesia ora diciendo «Padre nuestro que estás en el cielo», profesa que somos el Pueblo de Dios «sentado en el cielo, en Cristo Jesús», «ocultos con Cristo en Dios», y al mismo tiempo «gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial». Por ello, «los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo».

Estas son solo algunas de las menciones del cielo en el Catecismo de la Iglesia Católica y por ellas entendemos que el cielo es una manera de ser, el estado de estar en presencia de Dios, la realización de las aspiraciones más profundas del ser humano, el estado supremo y definitivo de su dicha, o el estado de plenitud.

En los escritos y mensajes cristianos actuales se habla mucho de la salvación que nos vino por Jesucristo, la que se refiere a la sanación del pecado, esa especie de enfermedad espiritual que nos aleja del cielo y de Dios. Sin embargo, como mencionan algunos teólogos contemporáneos, como Scott Hahn, no solo es importante mencionar «de qué» nos salva Jesús, sino «para qué» nos salva, pues esta es la pregunta fundamental.

Uno de los pasajes de las Sagradas Escrituras más reveladores para encontrar esa respuesta está en la segunda carta de San Pedro, donde se nos dice: «…nos han sido obsequiados los preciosos y grandísimos bienes prometidos, para que merced a ellos llegaseis a ser partícipes de la naturaleza divina…». Ser partícipes de la naturaleza divina es lo que en otros pasajes equivale a ser «hijos de Dios», a ser «hijos en el Hijo».

Como menciona el catecismo en su número 294: «La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia»: «Porque la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios». El fin último de la creación es que Dios, «Creador de todos los seres, sea por fin «todo en todas las cosas», procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad».

Esta es la razón de la venida de Jesucristo y de la salvación que nos dio. En el número 460 del catecismo se ahonda más en esta cuestión y se indica: «El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza divina«: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios«. «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres«.

Y dado que, según se nos ha revelado, Dios es amor, entonces participar de su naturaleza divina significa participar de su amor, ser reflejo de su amor, amar como Él ama. El motivo para el cual Jesús nos ha salvado del pecado es para que podamos recobrar la imagen de Dios en nosotros, para que recobremos nuestra participación de la naturaleza divina y podamos, en Él, amar como Él ama; no como nosotros pensamos que es amar, sino como Él nos lo ha mostrado. Solo así lograremos la plenitud de nuestro ser, la perfección y lograremos la vida eterna y estar en el cielo.

Por lo que he mencionado previamente, he advertido que el cielo al que se refiere la Iglesia y el cristianismo en la actualidad no es un lugar en el espacio, sino una manera de ser sobre las demás, la vida perfecta en comunión con la Santísima Trinidad, el estado supremo en el cual el ser humano se encuentra frente a Dios y en el que alcanza la plenitud del ser en el amor, llega a la perfección y a la vida eterna, en la cual ya no está sujeto a cambios ni al tiempo, y en la que le es dada la posibilidad de ser partícipe de la naturaleza divina, de ser partícipe del amor.

De alguna manera, he observado que lo que se entiende por alcanzar la vida eterna es equivalente a lograr la plenitud de la vida, o a lograr la vida perfecta o completa, o a «vivir en el cielo». Vida eterna, plenitud, perfección, eternidad y vivir en el cielo son vocablos que, si bien no son sinónimos en el sentido estricto, sí están tan entrelazados que pudieran intercambiarse en algunas frases, ya que en el fondo señalan el estado en el cual el ser humano es capaz de amar como Dios ama.

Lo anterior me ha llevado a reconocer también que el verdadero y definitivo premio o regalo al que puedo aspirar como ser humano es justamente participar de la naturaleza divina; esto es, tener la posibilidad de reflejar el amor de Dios o, una vez más, amar plenamente como Dios. ¿Qué puede ser más valioso?

Por eso, debemos replantearnos la importancia de «portarnos bien». En nuestra infancia, cuando los adultos nos ordenaban «portarnos bien», esto era traducido por nosotros en forma negativa como «no hacer travesuras»: quedarnos quietos, aburrirnos. No obstante, «portarnos bien» significa mucho más para los cristianos, y no es algo aburrido, sino un reto mayor. «Portarnos bien» no es solo dejar de hacer «cosas malas», sino hacer «cosas buenas». «Portarnos bien» es hacer lo que estamos llamados a hacer, ejecutar nuestra misión de manera correcta y completa, ser santos, cumplir la voluntad de Dios, que no es otra que amarlo y amar a nuestros semejantes como Él mismo nos ama. Y esto no lo hacemos para tener después la oportunidad de hacer lo contrario, ni siquiera para hacer cualquier otra cosa, pues no hay otra cosa más importante ni mejor. Entonces, notemos que el proceso a seguir no se trata de «“portarnos bien” para recibir el cielo como premio», como si el cielo se tratara de un lugar de ocio y diversión mediocre sin fin, como compensación por nuestra quietud y aburrimiento. Más bien, se trata de «aceptar la invitación de Jesús, quien ha abierto las puertas del cielo para nosotros, para cambiar nuestra disposición mental, llevar nuestras mentes más allá (μετανοεῖτε) y creer verdaderamente que somos hijos de Dios en Él, que somos “capaces de Dios”, para recibir el “portarnos bien” como premio». Sí, Jesús nos ha abierto las puertas del cielo al entregar su cuerpo por nosotros y el «portarnos bien» es el premio cuando aceptamos creer, cambiar y ampliar nuestra mente, ir y permanecer en Él en ese estado de hijos de Dios, dado que así, en Él, nos convertimos en la imagen de Dios, somos el reflejo de su amor, amamos como Él ama, participamos de su naturaleza divina y alcanzamos la plenitud en la vida y la verdadera felicidad. Y por si fuera poco, Él nos ayuda a alcanzar este premio con su gracia y los sacramentos.

Al avanzar en nuestra vida, observamos con frecuencia que a las personas que queremos amar más son a quienes más perjudicamos o a quienes dañamos con mayor intensidad, y notamos que estropeamos todo al final, aunque ese no fuera nuestro propósito al inicio. Entonces, es cuando entendemos que la oportunidad de amar verdaderamente, sin riesgo de estropear nada ni dañar a nadie, es un gran obsequio: es el gran regalo. No es quedarnos quietos y estáticos, es amar y amar de manera verdadera, plena e ilimitada. Entiendo que esto es algo que debo meditar más, sobre todo desde el punto de vista escatológico que no he tocado en este escrito. Sin embargo, lo que quiero resaltar es que no podemos menospreciar el mayor don que Dios nos ha brindado, que es la posibilidad de ser sus hijos, partícipes de su naturaleza divina; y dentro de ello, el ser capaces de amar como Él ama es el gran premio.

Por último, entiendo que el modelo griego y medieval que sirvió de base para acuñar las ideas y los vocablos que he revisado aquí no es aceptado ya en el sentido físico ni en el sentido astronómico. Sin embargo, la estrecha relación entre algunos elementos de esta cosmovisión, como lo son los conceptos de perfección, eternidad y cielo, constituye una guía valiosa para entender mejor el mensaje de las Sagradas Escrituras y para alcanzar la plenitud y la felicidad. Estos términos, en conjunto, pueden ayudarnos a comprender mejor la buena nueva de Jesús y a encontrar el sentido de nuestras vidas y, por lo tanto, considero que deben usarse y conservarse. Más aún, opino que todavía es de gran beneficio el estudiar el modelo cosmológico que los originó, pues si bien este ya no es el mejor para explicarnos el movimiento de los astros o de la materia en general, sí sirve para describir y entender las relaciones de las palabras o los elementos estudiados.

Así que mantengo mi posición inicial de considerar útil y recomendable el uso de las palabras firmamento y paraíso, para diferenciar ciertos aspectos de la realidad. Sin embargo, luego de lo aprendido y reflexionado, encuentro que la palabra cielo también debe mantenerse y emplearse como un vocablo valioso y de uso frecuente, debido a que tiene una interrelación muy clara con las palabras eternidad y perfección, y en consecuencia con aspectos fundamentales del ser humano como la búsqueda de una vida plena, la felicidad y el amor.

Finalizo aquí este escrito que inicié en 2005. He empleado alrededor de diez años en registrar mis aprendizajes y reflexiones sobre el tema. Mi hija ya no es aquella niña con la que salía a alquilar videocintas, aunque continúa formulando preguntas que me son difíciles de contestar y me ponen en aprietos. Sin embargo, en este tiempo, he podido compartir con ella y con sus hermanos menores algunos de los textos que he consultado, así como mis meditaciones y cavilaciones sobre este asunto. Y todo esto me ha brindado la oportunidad de entablar conversaciones muy interesantes con todos ellos y con mi esposa, pero, sobre todo, me ha dado la ocasión para admirar y agradecer a Dios por la esperanza de poder estar algún día frente a Él, junto a mis seres queridos, en la eternidad.

Trujillo, 2005 – Zacatecas, 2015.

Esta reflexión está disponible también en video en YouTube en los siguientes enlaces: video 1, video 2 y video 3.

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