Por: Carlos Altamirano-Morales
INTRODUCCIÓN
En septiembre de 2004, mi familia y yo nos disponíamos a abordar nuestro automóvil afuera de la pizzería en la que habíamos almorzado, cuando pasó frente a nosotros una procesión o cortejo fúnebre, con varias personas a pie, que cargaban un ataúd, y algunas otras que caminaban detrás. Vivíamos entonces en el Perú, específicamente en la ciudad de Trujillo, donde las personas tenían aún la costumbre de hacer algunos de estos recorridos a pie, sobre todo en las cuadras cercanas al lugar donde se realizaría el funeral, a pesar de detener temporalmente el tránsito de alguna avenida. Mi hija Magdita, entonces de cuatro años de edad, me preguntó qué sucedía y yo le respondí simplemente que se trataba del funeral de una persona que había fallecido. Me preguntó si adentro de la caja había un muerto y le respondí que sí. Todo quedó allí. Ella subió al auto y empezamos a conversar de otras cosas con la naturalidad de siempre. Un año antes, mi hija había tenido ya la experiencia de la muerte de su segundo hermano pequeño, Carlos Alberto, quien había nacido prematuro con seis meses de gestación, y en ese momento mi esposa y yo tuvimos conversaciones largas con ella sobre el tema, luego de las cuales pareció haber quedado tranquila.
La noche del día siguiente, mi esposa, mis dos hijos y yo volvíamos a casa después de hacer algunas compras, cuando recordamos que debíamos entregar una película que habíamos alquilado. Estacioné el automóvil afuera de la casa y mi esposa bajó solo para ir por lo que teníamos que devolver. Mientras tanto, mi pequeña Magdita, su hermano pequeño Juan Carlos y yo permanecimos dentro del vehículo, que dejé con el motor encendido. Repentinamente, vi que el rostro de mi hija cambió de expresión.
—¿Papá, me voy a morir? —me preguntó con una mirada de pánico.
—No. ¿Por qué piensas que te vas a morir, si estás muy bien? —contesté aún sin darme cuenta de lo que venía.
—No, pero después, cuando sea viejita, ¿me voy a morir, no es así?
Sus ojos empezaban a llenarse de lágrimas y su mirada fija y penetrante parecía tener el objetivo de entrar como garfio en mi cerebro y arrancarme la respuesta que necesitaba a como diera lugar.
Hacía muchos años que yo había dejado de tener miedo consciente a la muerte, o lo había evadido, salvo en los momentos de aterrizajes y despegues en el aeropuerto de la airosa y elevadísima ciudad de Juliaca, junto al lago Titicaca. El caso es que unos quince años antes, cuando no me consideraba creyente, solía expresar mi evasión al tema con la frase: «Solo teme morir aquel que no ha vivido bien». Luego, una vez renovada mi fe, la muerte pasó a ser un simple paso, una oportunidad para llegar a la gloria, y una llamada para vivir correcta e intensamente. Empecé a preocuparme más por la razón de la vida, que por aquella de la muerte.
«Es una niña», pensé. «Así que debo decirle la verdad, pero con palabras adecuadas».
—Bueno sí, pero para eso falta mucho. Así que hay que vivir bien y ser buenos para luego ir al cielo. —Respondí con la errónea seguridad de que esta respuesta cerraría el asunto.
—Pero ¿cómo? —Insistió ella.
—¿Cómo que cómo? —Empecé a titubear. Y mi esposa que no llegaba, como suele suceder cuando alguien dice que va a entrar a la casa solo para recoger algo y que volverá inmediatamente.
Entonces, empecé a hablarle de la resurrección, de las promesas de Dios y de cuantas cosas recordaba de las catequesis que recibí en mi infancia, pero no la convencía. Empezó a llorar más fuerte. Me preguntaba entre gritos si iría al cielo con su cuerpo y, si así fuese, cuál era la razón de encerrar el cuerpo en una caja y enterrarlo. Continué pretendiendo explicarle mis creencias y mi fe, pero era claro que yo no estaba suficientemente preparado para hacerlo. Luego, intenté vanamente recordar algo que hubiera quedado en mi mente de posturas filosóficas sobre el tema, pero no encontré palabras que tranquilizaran a mi hija. Finalmente, lanzó el grito más fuerte e intenso, el cual me dejó paralizado, más por el contenido de la frase que por el volumen.
—¡No me quiero morir! —gritó. Y lo repitió una y otra vez.
Era claro que la situación no era igual que aquella cuando murió su hermano. Esta vez, ella había tomado conciencia de su inminente muerte: de su propia muerte, no de la de otros. Entendí que era inútil tratar de convencerla en ese momento sobre asuntos que yo mismo no comprendía del todo. Para entonces, mi hijo pequeño, Juan Carlos, había empezado a llorar también, acompañando a su hermana. Así que mejor traté de tranquilizar a mi hija abrazándola y repitiéndole que la quería mucho y que permanecería con ella. Poco a poco, sus gritos cambiaron por leves sollozos y el silencio volvió al interior del auto, mientras observé como mi esposa volvía alegremente después de esos minutos que para mí fueron eternos.
Los siguientes días, mi esposa y yo repasamos libros con títulos tales como What to tell your child about…, en los cuales se sugiere lo que puede decirse a los niños en caso de la muerte de un padre, de una abuela o de una mascota. Pero en ninguno de los libros consultados vimos una sugerencia para cuando la inquietud del niño fuera la propia muerte. Lo que sí aprendimos es que, según esos textos, lo que los niños menores de siete años más temen de la muerte es el hecho mismo de la separación: la separación de sus padres, de otras personas o de los animales con los que habrían convivido, y no les preocupa tanto el dejar de existir, algo que podría ser puramente abstracto, filosófico, y ajeno al pensamiento de su edad. Así que los siguientes días dijimos a nuestra hija que siempre estaríamos juntos y le demostramos mucho cariño. La paz volvió a reinar y vivimos tranquilos, aunque seguros de que ella tenía aún muchas dudas.
Unos seis meses después, durante la Semana Santa de 2005, tuvimos la oportunidad de tratar el tema otra vez. En el jardín de niños, mi hija asistió a una representación de la entrada de Jesús a Jerusalén, o Domingo de Ramos, y se interesó mucho en la historia que sería recordada el resto de la semana. Asistimos a algunas celebraciones religiosas que, aunque no soportó muy bien, fueron el pretexto ideal para relatarle, con anticipación en casa, lo sucedido con Jesús. Afortunadamente, como de costumbre en estas fechas, la televisión peruana estuvo saturada de películas como Ben-Hur, Demetrio y los gladiadores, muchas otras películas de romanos, seguidas de las clásicas del Antiguo Testamento como Los diez mandamientos, y obviamente las cintas sobre la vida, muerte y resurrección de Jesús. Mi hija y yo vimos casi todas las películas, y con los maravillosos escasos efectos especiales de las producciones antiguas, ella pudo tener una idea más clara, sin iluminación efectista ni sonidos estridentes, de lo que entendíamos por resurrección y por «ir al cielo», y sobre todo de cómo Jesús había vencido a la muerte. Obviamente, esas películas fueron seguidas de charlas largas en las que mi esposa y yo tratamos de explicarle el extraordinario contenido de esos hechos. Por fin, mi hija parecía quedarse conforme, lo que yo atribuí en parte a que ella era ya seis meses mayor y tal vez tenía más capacidad para «entender» esos conceptos.
No transcurrió mucho tiempo, y estábamos celebrando aún el Domingo de Resurrección, cuando compré un telescopio, prácticamente de juguete, para ver la luna llena de esas fechas. Todo el camino a casa fue de emoción creciente. Todos en la familia ansiábamos el momento de ver por el telescopio. Con Magdita, yo tenía la costumbre de ver las estrellas y señalarle algunas constelaciones. Ella siempre se mostraba atenta e interesada, lo que me «daba más cuerda». En esta ocasión, mi hija me preguntó si había vida en las estrellas y si podríamos ver a otras personas en los astros con el telescopio. Le quise dar una explicación más o menos científica, sin quitarle su entendible inquietud, y le dije que todavía no se había detectado vida fuera de la Tierra, pero que eso no quería decir que esta no existiera. Ella insistió nuevamente.
—Entonces, ¿no se ha visto a nadie vivir allá arriba?
—Aún no —le contesté avivadamente, tratando de inyectarle entusiasmo y sin saber lo que ella estaba entendiendo.
Llegamos a casa y montamos el telescopio. Esperamos la noche. Ya para las siete de la tarde, aún con algo de luz en esas latitudes, mi hija mezclaba su entusiasmo con la deliciosa somnolencia de los niños de su edad.
Por fin, llegó la oscuridad y me dispuse a enfocar una estrella, ya que la Luna aún tardaría un poco más en aparecer. La estrella elegida fue Sirio, en la constelación del Can Mayor, que es reconocida como la estrella más luminosa. Nunca me imaginé lo difícil que sería enfocar o siquiera atrapar a la estrella en la pequeña mira del telescopio. Apenas movía un poco el aparato y la estrella se perdía. Después de estar unos minutos tratando de enfocar, logré mi objetivo. Obviamente, por lo pequeño del telescopio y lo distante de la estrella, su visión en el ocular era exactamente igual a la que se obtenía sin telescopio: solo un puntito. Invité a mi hija a verla y ella, antes de hacerlo, me preguntó si había visto gente viviendo en la estrella. Le respondí que no, y entonces ella me dijo que se sentía cansada y que dejaría lo del telescopio para otro día.
Entró a la casa y subió a su habitación, donde mi esposa la esperaba para bañarla antes de llevarla a dormir. Entonces escuché el llanto y las frases desesperadas. Supuse que el llanto se debía a que el sueño de mi hija era tanto que ella se oponía al baño. Seguí pretendiendo en vano obtener una mejor visión en el telescopio, y el tiempo transcurrió hasta que dejé de escuchar el llanto. Entré a la casa y observé a mi esposa cansada.
—Magdita quiere que le prometa que nos vamos a morir juntas —me dijo mi esposa—. ¿Pues qué le dijiste allá afuera?
«¡Pero!» pensé, «¿y yo qué culpa tengo?» Luego, creí comprender finalmente lo que pasaba por la mente de mi hija: Si los buenos iban al cielo después de morir, ¿por qué no había nadie allá arriba, en el «cielo»? Seguramente pensó en la soledad que sentiría en ese cielo después de su muerte y, por lo tanto, quería asegurarse de ir acompañada.
Años después, Magdita me comentó que su llanto de esa noche inició cuando se golpeó con un tablero no instalado de baloncesto que estaba temporalmente en el piso, mientras ella se dirigía hacia su madre. De cualquier forma, a partir de entonces, una cosa sería el paraíso y otra sería el firmamento o espacio. La palabra cielo estaría vetada en la casa por algún tiempo, para evitar confusiones entre el sentido religioso y el sentido puramente astronómico. No obstante, me propuse estudiar e investigar más sobre el motivo por el cual seguíamos usando una misma palabra, como cielo, para expresar dos conceptos aparentemente tan diferentes.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
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