Por: Rosa Maria y Giorgio Middione (Alleanza di famiglie)
María, la muchacha de Nazaret, pronuncia su «aquí estoy» —o «yo soy»—, su «sí» en la obediencia a la voluntad de Dios.
Ella es quien cree lo que le dice el Arcángel Gabriel y, con su respuesta, nos regala una enseñanza de fe: escuchar, poner en práctica la Palabra del Señor y abandonarse por completo a la voluntad divina.
Si bien en este proyecto de vida el anuncio se dirige a María, ciertamente José también está implicado. Por lo tanto, Dios le habla a ambos, y hoy, en este pasaje, lo hace también a nosotros, los esposos, llamados a una vocación de salvación, a vivir ese proyecto de amor en el que estamos involucrados desde el día de nuestra boda, llamados a custodiar nuestra realidad sagrada.
Ese día en el que celebramos el Sacramento del Matrimonio, pronunciamos nuestro «sí» a Dios, a quien encomendamos nuestra relación esponsal, prometiéndonos amor mutuo; y nuestro «aquí estoy» dado al cónyuge nos llama a amarlo como Dios nos ama, con la misma intensidad y gratuidad.
Al celebrar el sacramento, hemos acogido a nuestro cónyuge y a Cristo en nuestras vidas y en nuestro hogar, tal como lo hizo María.
En el altar, nos hemos prometido comprometernos en una relación exclusiva y preciosa, para acoger todo lo de nuestro cónyuge, no sólo la parte que más nos gusta, reconociendo en él un valor único y original, no sólo cuando todo va bien sino también cuando atravesamos tiempos oscuros; un «aquí estoy» renovado de día en día, de año en año, que choca cada día con la lucha de amar al cónyuge en su fragilidad y debilidad, porque la relación conyugal se caracteriza por continuos altibajos, derrotas y victorias. momentos de luz y de oscuridad, alegría y dolor, colaboración y conflicto, diálogo y largos silencios.
Acoger al cónyuge en su totalidad no es fácil. Solos, con nuestros recursos humanos, todo esto es imposible. Tenemos necesidad de la gracia de Cristo, recibida con el sacramento, como apoyo y consuelo en nuestros momentos de cansancio y desánimo. Necesitamos esa gracia, que también llega a través de la Palabra de Dios y de los sacramentos a los que nos acercamos, que nos permiten, a pesar de las muchas tribulaciones, aprender a aceptarnos el uno al otro con constancia, humildad y paciencia, para continuar en nuestro camino como esposos y amarnos como Él nos enseñó, reconociendo en Cristo la «fuerza» y la «roca» sobre la cual construir nuestro matrimonio.
De hecho, si reconocemos que el matrimonio es una llamada del Señor, entonces toda nuestra vida será una respuesta a esta vocación, y eso nos permitirá leer todo lo que sucede como un don, no casual, que se integra en un proyecto de Dios para nosotros. Un «aquí estoy», que recuerda el pacto nupcial, esa alianza de amor trinitario que nos invita a elegirnos el uno al otro en Cristo en la cotidianidad, en cada gesto y palabra que nos decimos, y en todas las decisiones que tomamos, pero no para honrar un contrato, sino, más bien, para cumplir un plan mayor que Dios tiene para nosotros, llamados juntos a la santidad.
Una elección de amor que nos pide acoger, dar y servir, para ser una extensión de Dios para los demás; para ser, por tanto, sus ojos, su sonrisa, sus manos. Porque acoger a Jesús significa también ser templo de la presencia de Dios e instrumento de salvación para aquellos que Él pone a nuestro lado, de tal manera que Jesús —que en esta Santa Navidad recibimos aún como regalo gracias al «sí» de María— pueda ser entregado al mundo.
Por lo tanto, al contemplar la anunciación a María y su «aquí estoy», pidamos a Dios la gracia de renovar también nuestro «sí» sin descanso, con el corazón abierto, partiendo de las cosas más pequeñas y simples, para cumplir el proyecto de salvación para nosotros y para toda la humanidad. Amén.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Lc 1, 26-38
𝘊𝘰𝘯𝘤𝘦𝘣𝘪𝘳á𝘴 𝘺 𝘥𝘢𝘳á𝘴 𝘢 𝘭𝘶𝘻 𝘶𝘯 𝘩𝘪𝘫𝘰.
✠ Del santo Evangelio según san Lucas.En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María. Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin». María le dijo entonces al ángel: «¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?» El ángel le contestó: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios».
María contestó: «Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho». Y el ángel se retiró de su presencia
Palabra del Señor.