Por: María y Sebastiano Fascetta (Alleanza di famiglie)

El evangelio del XV domingo del tiempo ordinario nos invita a reflexionar sobre la dimensión misionera de la vocación bautismal. Cada lugar, cada tiempo, cada situación es tierra de misión, provocación del Espíritu que nos llega como don e interpela nuestra responsabilidad. Amar es siempre un acto responsable, una respuesta acogedora y sorprendente al regalo del otro. Jesús nos llama a él para entregarse a nosotros y enviarnos, de dos en dos, como testigos de su amor. Al enviarnos, nos hace partícipes de su estilo de vida: «no lleven nada para el camino […]. Cuando entren en una casa, quédense en ella».

Dos actitudes esenciales: la primera, «no llevar nada», es una invitación a no dejarse dominar por la lógica de la posesión, de la dominación. Una tensión siempre recurrente, particularmente en la relación de pareja, como en toda comunidad cristiana es confundir el amor con la posesión, el servicio con la autoafirmación, la relación con la satisfacción del propio interés. Jesús pide a sus seguidores «no llevar nada», no dejarse habitar por el miedo a los resultados, por la manía de la eficacia, por la arrogancia del éxito. Más bien nos pide que estemos desarmados, que seamos pobres, sencillos, esenciales, confiados en la fuerza del amor.

La segunda actitud es quedarse, habitar, dar tiempo a la relación, conocerse, escucharse, acogerse y aprender. Evangelizar no significa adoctrinar, ni mucho menos convencer a los demás de sus verdades, sino llevar una presencia amorosa, con respeto y gentileza, abriéndose a lo nuevo que se manifiesta en cada encuentro auténtico con los demás. Jesús envía a sus discípulos a todas partes, pero en particular a las «casas», al espacio familiar, a la intimidad de las relaciones, al hogar del amor, al lugar de la vida, de lo cotidiano y de lo esencial existencial.

No puede haber un anuncio eficaz de salvación sino a partir de las familias, verdaderos laboratorios de humanización, donde se aprende el alfabeto de la vida y de la fe. La «casa» es un lugar de encarnación, de encuentro entre lo divino y lo humano; umbral de paso entre la subjetividad y la alteridad. Lugar de la palabra que humaniza y se encarna a través de gestos diarios de amor, cariño, cercanía, delicadeza y ternura.

Somos exhortados por la Palabra a abrir las puertas y ventanas de nuestros hogares para dejar entrar la luz del amor de Dios, escuchando la voz del Espíritu que habla a través del lenguaje cotidiano de las relaciones, vividas con un corazón desarmado, no preocupado de sí mismo, sino atento a la realidad y libres de cualquier juicio.

Jesús no pide a sus discípulos algo excesivo más allá de sus fuerzas, sino que les da «poder» y «autoridad» para que puedan experimentar la fuerza del Espíritu y ser instrumentos de liberación y curación.

Necesitamos urgentemente respirar en nuestros hogares, en el espacio eclesial y en el mundo, el aroma del evangelio que libera y sana. Dispongámonos, pues, a escuchar la llamada de Jesús, que nos llega en cada momento, a «salir», con valentía y humildad, de los confines de nuestras certezas y propagar la oferta de amor de Dios, como posibilidad de cambio radical, que se renueva en cada gesto de acogida, de atención, de comprensión, de compasión, de ternura. Liberemos de nuestro corazón la belleza del amor, cuidándonos unos a otros, conscientes de que en la sencillez de cada gesto y de cada palabra, inspirada en el evangelio, irradia la promesa de la salvación para todos.

Papa Francisco:
«Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un gran esfuerzo compartido» (Amoris laetitia, 130).

(Traducido del original en italiano).

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