Por: Maria y Sebastiano Fascetta (Alleanza di famiglie).
En el corazón del prólogo del evangelio de Juan, de la liturgia del día de Navidad, se narra el misterio de la encarnación: «la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros». Dios asume la naturaleza humana para que ésta se convierta en morada de Dios. Dios habita nuestra humanidad. La carne de nuestra carne está impregnada de la presencia de Dios. Este gran misterio concierne en particular al matrimonio: «… los dos serán una sola carne» (Gn 2,24b). Esto no sólo en referencia a la comunión del hombre y la mujer, sino, a la luz del Evangelio de Juan, en referencia a Dios. El marido y la mujer están llamados a ser una sola «carne» en Dios.
El amor humano brota del divino. El amor divino potencia el amor humano. Las dos cosas no son separables. No hay posibilidad de encontrar y experimentar el amor de Dios fuera de la «carne», es decir, de la condición humana. Esto significa, concretamente, que cada gesto de amor, cada palabra pensada y meditada, cada mirada iluminada por la ternura, así como cada límite, herida, incomprensión, desilusión, discusión…, dentro de la relación familiar, pueden encontrar, en el amor de Dios, su «Navidad», que es fuerza para recomenzar, para renacer dejando que Dios habite en la carne de nuestra carne.
Es la calidad de nuestras relaciones humanas la que revela o vela el amor divino, la que deja brillar u oscurece «la luz verdadera, que ilumina» nuestro rostro y nuestra vida. Pero hay otro verbo importante a considerar: «habitar». Dios habita, mora y se establece en la casa de nuestras relaciones. Dios está con nosotros, el Emmanuel, la casa de nuestra casa. La vida conyugal se desarrolla y se manifiesta de modo particular dentro de la casa, como espacio físico de relaciones, de palabras, de miradas y de gestos de intimidad, pero a veces también de heridas, de confusiones y de incomprensiones.
Es precisamente en nuestros hogares, en el espacio más íntimo, más verdadero, más cotidiano, donde Dios se encarna. Entre los ruidos, los fogones, las alegrías y las preocupaciones, el bullicio y los momentos de calma, Dios se hace carne de nuestra carne, centro vital de nuestro ser y amar, evento de reconciliación y de reencuentro para no perdernos en el caos de nuestro egoísmo. Espíritu y carne, Dios y humanidad, poder y debilidad, extraordinario y ordinario, son estos los oxímoron evangélicos de la Navidad que hay que vivir conscientemente, para ser esposos y padres en comunión con Dios, capaces de testimoniar la belleza del «evangelio del matrimonio» en la fragilidad humana.
Es Navidad si empezamos el día con una sonrisa; si besamos a nuestro cónyuge al entrar y salir de casa; si dejamos de lado los rencores y prejuicios hacia los demás; si no nos encerramos en las paredes de nuestras casas, indiferentes a las necesidades de los demás; si aprendemos del evangelio a hacer de nuestros hogares lugares de humanización y de misericordia recíproca.
Dios vive en nuestros hogares, en cualquier situación existencial en la que nos encontremos. Lo único que tenemos que hacer es abrir las puertas de nuestro corazón para acogerlo con alegría y renacer con Él a una nueva vida.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros
✠ Del santo Evangelio según san Juan 1, 1-18
En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por él y sin él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron. Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz. Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció. Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios. Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando: «A éste me refería cuando dije: «El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo»». De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.
Palabra del Señor.