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Reflexiones de un padre de familia en aprietos: Cielo, eternidad y perfección —3 de 5—

Por: Carlos Altamirano-Morales

Ahora sí, veamos algunos elementos de la cosmovisión predominante en los orígenes del cristianismo, el cual se desarrolló principalmente dentro del ámbito espacial y temporal de la cultura griega, donde se escribieron los últimos libros de la Biblia, es decir, los contenidos en el Nuevo Testamento. Los supuestos de esta cosmovisión estaban también detrás de varias de las corrientes filosóficas de la época y no corresponden en forma exclusiva ni total a una de estas, aunque sí la pudieron influenciar de manera mayor o menor, de acuerdo con el caso. Y aunque titulé este escrito Cielo eternidad y perfección, considero que, para una mayor comprensión, es mejor revisar estos términos en sentido inverso. Por ello, reflexionaré primero sobre el término perfección y sus supuestos, luego sobre el término eternidad y sus supuestos, y por último sobre el término cielo y sus supuestos.

Fig. 1. Lumen in coelo (1892), del pintor mexicano José María Velasco (1840-1912), dedicada al papa León XIII.

σεσθε οὖν ὑμεῖς τέλειοι ὡς ὁ πατὴρ ὑμῶν ὁ οὐράνιος τέλειός ἐστιν.
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).

El primer supuesto de la época en que se desarrolló inicialmente el cristianismo es que se pensaba de alguna manera que todos los cuerpos buscan el estado de reposo que deben ocupar por naturaleza. Aristóteles fue tal vez quien desarrolló más este pensamiento, pero este se encontraba ya presente desde épocas anteriores. El estado de reposo es un estado ideal o perfecto, entendiendo el significado etimológico de la palabra «perfecto» como aquello «completamente hecho». En griego se usaba de manera similar el término τέλειος, que puede traducirse también como «completo».

De inicio, podemos observar aquí que el término perfecto, en su definición etimológica no se refiere a una «ausencia de defectos», ni a una «ausencia de errores», ni a una «ausencia de equivocaciones», sino al estado en el cual las cosas llegan a estar «completamente hechas» o «completamente realizadas». Ambas situaciones pueden parecernos similares, o podemos pensar que la condición de que algo esté «completamente hecho» implica que «no tenga defectos», pero en realidad son circunstancias distintas y creo que de la confusión de ambas es el origen del que parte el rechazo actual hacia la búsqueda de la perfección.

Por ejemplo, podríamos calificar como perfecta alguna pieza musical, digamos Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi, si la consideramos una obra artística completamente hecha, a la cual no le falta ni le sobra nota alguna, ni compás alguno ni estación alguna, para expresar lo que su autor intentó comunicar y hacer sentir a su audiencia. Si un crítico purista encuentra que, en ciertas partes de la pieza, el autor rompió o incumplió ciertas convenciones o reglas musicales particulares, algo que él, en forma individual, pudiera considerar como defecto, eso no le quita el estado de perfección final. Si a juicio de su autor una obra se considera completamente acabada o completamente terminada, entonces, la obra es perfecta.

Otro ejemplo pudiera ser la culminación del plan de estudios de un estudiante universitario. Podemos considerar que un estudiante cumplió su plan de estudios de manera perfecta, si aprobó todas las materias y requisitos necesarios por la institución educativa respectiva, incluso si en el camino presentó alguna dificultad temporal por la cual quizá tuvo que cursar dos veces una materia: Si aprendió, y a juicio de sus maestros demostró al final ese aprendizaje, entonces cumplió el programa a la perfección. Desde este concepto, lo perfecto, entendido como «completamente hecho», es una cualidad del resultado o producto final, no necesariamente de la adecuación de los pasos del proceso a ciertos estándares. Por eso, puede llegarse a la perfección en algo, independientemente del hecho de haberse presentado dificultades en el camino o no, de haberse tenido equivocaciones o no. Si al final algo está bien y completamente hecho, de acuerdo con el objetivo planteado, entonces, es perfecto.

De cierta manera, lo que tradicionalmente se entendía por «perfección» es cercano a lo que se comprende más ahora con el término «plenitud». Esto debido a que, en el estado de perfección, los cuerpos alcanzan su plenitud, la plenitud de su ser, y llegan a ser todo lo que pueden ser. La perfección del ser es la plenitud del ser.

Dentro del modelo anterior, se reconoce que los cuerpos experimentan cambios y movimientos mientras llegan a ese estado final de «reposo», o más bien de plenitud o perfección. Los cuerpos que no han llegado al estado de reposo final o de perfección son imperfectos, esto es, no están completamente hechos o terminados.

Los cambios que experimentan los cuerpos pueden incluir movimiento, mutilación y destrucción de estados intermedios en ellos y, en el caso de los seres animados, estos pueden incluir sufrimiento.

Por consecuencia, el estado final de perfección y de plenitud está ligado también al sentido de la felicidad, pues los seres humanos observamos que somos felices cuando crecemos en nuestras capacidades y habilidades y las aprovechamos, cuando alcanzamos mayores grados hacia la plenitud de nuestro ser. Y la felicidad plena se alcanza justo cuando se llega al estado de plenitud máxima, cuando se llega a la perfección, a estar completamente hechos o realizados, a ser todo lo que estamos llamados a ser. La perfección, entendida como plenitud y no como ausencia de defectos o equivocaciones en el camino, es algo buscado porque se experimenta su relación directa con la felicidad.

Por ello, según esta visión, el «estado de reposo» al que los seres humanos tendemos por naturaleza es el estado de felicidad plena, en el cual llegamos a ser todo lo que estamos llamados a ser: en el cual llegamos a la perfección.

Finalmente, observemos que, el juicio sobre la perfección de algo es potestad única de su autor, de acuerdo con la adecuación del producto final al objetivo planeado. Por lo tanto, es importante tener una idea clara de lo que las comunidades cristianas consideraban al respecto. Así, lo primero es reconocer que los cristianos consideraban, y consideran aún, que Dios es el autor de la existencia de todo ser humano. No es el ser humano quien se crea a sí mismo, sino que es Dios el autor, y a lo máximo le da al ser humano la oportunidad de ser cocreador, pero la autoría principal viene de Dios. Lo segundo es reconocer el objetivo de Dios al crear al ser humano, el «para qué» lo creo. En este punto, las palabras del libro del Génesis son claras: Dios crea al ser humano para que este sea su imagen. Ahora, si comprendemos, como lo mostró la revelación total de Jesucristo, que Dios es amor (agapé), según la primera carta de San Juan (1Jn 4, 8), entonces podemos entender que el propósito principal del ser humano es el de reflejar el amor divino, el agapé. Dicho en otras palabras, el ser humano existe para amar como Dios ama. Podemos concluir que el estado de perfección en la vida de un cristiano se alcanza cuando puede cumplir con el propósito para el cual fue hecho, cuando puede reflejar el amor de Dios, cuando puede amar como Dios mismo ama, independientemente del tiempo o de las circunstancias fáciles o difíciles que le llevaron a alcanzar ese estado; esto es lo que lo lleva a un estado de plenitud, a un estado de felicidad plena.

Καὶ ἰδοὺ εἷς προσελθὼν αὐτῷ εἶπεν· διδάσκαλε, τί ἀγαθὸν ποιήσω ἵνα σχῶ ζωὴν αἰώνιον;
Y he ahí que uno, acercándose a Él, le preguntó: «Maestro, ¿qué de bueno he de hacer para obtener la vida eterna?» (Mt 19, 16).

Es recomendable revisar también las definiciones de tiempo y de eternidad, así como sus supuestos. En la visión griega clásica, existían al menos dos palabras para expresar el sentido de tiempo: la primera era «cronos», o «chronos» (χρόνος), y la segunda «kairós» (καιρός).

Cronos es la medida del cambio, el «tiempo lineal» que puede medirse con un reloj, la sucesión de momentos y de presentes efímeros y cambiantes. Al ser tiempo (cronos) la medida del cambio, todo cuerpo mutable, o que cambia, es temporal. Todavía hoy, la primera acepción de la palabra tiempo en el diccionario de la Real Academia Española es «duración de las cosas sujetas a mudanza». Sin embargo, una vez que se llega al estado de reposo, o de perfección, el cuerpo ya no cambia —es inmutable— y por ello, el tiempo ya no le aplica. En consecuencia, en el estado de perfección o de plenitud, el tiempo (cronos) ya no existe, ya no tiene razón de ser, pues el único motivo de ser del tiempo (cronos) es el medir lo que algo tarda en llegar a su estado de reposo, o los intervalos en ese camino. Una vez que ese algo llega al estado de reposo, o de perfección, donde no cambia, el tiempo (cronos) no tiene sentido y deja de existir. Por lo tanto, el estado de perfección es atemporal, según este supuesto.

Kairós, por su parte, es el momento justo, adecuado o decisivo; el «tiempo cualitativo» y no cuantitativo, la experiencia del momento oportuno que puede ocurrir en un lapso indeterminado. Por ello, se ha denominado al kairós como «el tiempo de Dios» o el momento señalado para el propósito de Dios, pues Dios no vive en el tiempo (cronos), que es también su creación, sino que manifiesta su propósito a cada uno de nosotros en el momento justo (kairós).

Aquí entra en juego la palabra eternidad, que etimológicamente se refiere a la cualidad de lo eterno, esto es, a aquello que pertenece a lo que contrasta o sobresale por su duración, edad o vida. En griego, la palabra viene de la raíz αἰών, «eón» o «evo», que se utilizaba para designar la «duración de una vida», por lo que eterno sería lo que sobresale en ese aspecto. Se le entiende también ahora como la cualidad de no tener principio ni fin.

Sin embargo, debe aclararse que, en la visión cristiana, ser eterno no quiere decir simplemente vivir por siempre en el tiempo (cronos); sino más bien no estar sujeto al tiempo (cronos), no cambiar más. Por eso, eternidad es diferente a perpetuidad. Como diría C.S. Lewis, la perpetuidad es la mera sucesión sin fin de momentos que se acaban tan pronto empiezan, mientras que la eternidad es el fruto real y atemporal de la vida plena e ilimitada. El tiempo (cronos), «aunque multiplique sus presentes transitorios, no puede jamás alcanzar la simultaneidad total de la eternidad». Incluso, la Real Academia Española nos indica, en su cuarta acepción, que la eternidad es la posesión simultánea y perfecta de una vida interminable.

Así que podemos decir que eternidad se refiere a la cualidad de aquello que ha llegado al estado de plenitud o de perfección, y que por lo tanto ya no requiere del tiempo (cronos), que vive fuera de este, que ha llegado a comprender todo el proceso desde afuera, incluyendo lo que está fuera de ese tiempo (cronos). En consecuencia, la vida eterna es asimismo la vida plena o la vida perfecta. Cuando alguien busca la vida eterna, no busca vivir perpetuamente en un dominio de cambios, sino alcanzar la plenitud, en donde ya nada tenga necesidad de cambiar, porque se ha alcanzado el nivel máximo.

Para los cristianos, que entienden que fueron hechos a imagen de Dios, y por ello que fueron creados para reflejar el amor de Dios, la plenitud significa justamente llegar a amar como Dios ama. Este es el estado de plenitud o de perfección al que se refiere la «vida eterna».

Pero ¿es verdad que Dios habita sobre la tierra? He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo acabo de edificar! (1 Re 8, 27).
ἐγώ εἰμι ὁ ἄρτος ὁ ζῶν ὁ ἐκ τοῦ οὐρανοῦ καταβάς·
Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo (Jn 6, 51).
ἰδοὺ γὰρ ὁ μισθὸς ὑμῶν πολὺς ἐν τῷ οὐρανῷ·
Pues ved que vuestra recompensa es mucha en el cielo (Lc 6, 23).
εἰσὶν ὡς ἄγγελοι ἐν τοῖς οὐρανοῖς.
Serán como ángeles en los cielos (Mc 12, 25).
Πάτερ ἡμῶν ὁ ἐν τοῖς οὐρανοῖς.
Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6, 9).

En griego, la palabra οὐρανοῦ es el genitivo singular de οὐρανός (uranós), que puede traducirse como «bóveda del cielo» o simplemente el «cielo». El lingüista francés Pierre Chantraine mencionó que su significado etimológico no es seguro, pero podría referirse a «aquello que da la lluvia, que fecunda» . Por otra parte, en el diccionario de la RAE, la definición de cielo es la «esfera aparente azul y diáfana que rodea la Tierra» y la «atmósfera», pero también la «morada en que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan de la presencia de Dios», la «gloria o bienaventuranza», «Dios o su providencia», y la «parte superior que cubre algunas cosas». Estas son las definiciones que la mayor parte de las personas tenemos en consideración, al menos en la cultura occidental actual. No obstante, no existe una explicación clara u obvia de la relación entre estas definiciones. ¿La morada de que se habla, se ubica físicamente en esa esfera cristalina que rodea a la Tierra?

Veamos ahora lo que se entendía en la cultura griega y en los primeros años del cristianismo por el término «cielo» o «cielos» (en plural), y los supuestos asociados, los cuales se relacionaban «coherentemente» con las observaciones que se tenían de la realidad.

Por ejemplo, siglos antes de Cristo, los griegos dedujeron que la Tierra era aproximadamente esférica. De hecho, Eratóstenes (276 a. C. a 194 a. C.) estimó con gran precisión la circunferencia de la Tierra más de doscientos años antes de Cristo.

Además, se consideraba que nuestra realidad terrena estaba constituida por cuatro elementos: tierra, agua, viento y fuego. Dado que la tierra se hunde en el agua, el aire sube a través del agua por medio de burbujas, y el fuego tiende a elevarse en medio del aire, se consideró que estos elementos tendían a ocupar su «estado natural» o «estado de reposo» en ese orden: tierra-agua-viento-fuego, y que todos los cambios y movimientos (y hasta sufrimientos) observados en la naturaleza se debían a la tendencia de esos elementos a ocupar su lugar.

Es importante notar que las acciones o «comportamientos» de la naturaleza no se comprendían entonces como «leyes», por lo que los cuerpos no «obedecían» a ciertas «leyes naturales», sino que «tendían» o se «inclinaban» hacia un lugar o el otro según sus «simpatías» o «afinidades». C.S. Lewis observó en forma aguda que ambas formas de hablar, la antigua y la moderna, son simplemente maneras de expresar los hechos en forma metafórica y hasta antropomórfica, pues si bien actualmente no concebiríamos que los cuerpos inanimados tuvieran ciertos instintos que los hicieran tener simpatías o afinidades hacia otros, tampoco esperaríamos que «obedecieran leyes» como ciudadanos en alguna de nuestras sociedades.

En lo que respecta al firmamento, había siete cuerpos celestes observables a simple vista, que se movían con respecto a las estrellas. Estos siete cuerpos celestes visibles a simple vista eran la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Más allá, estaban las estrellas, que se mantenían fijas, inmóviles o inmutables, unas con respecto a otras, lo cual permitió agruparlas en constelaciones. Las constelaciones no cambiaban en años, décadas, siglos y milenios, a diferencia del mundo terrestre, donde las culturas y los seres vivos morían, las construcciones caían, los ríos cambiaban su curso, y las montañas explotaban o se erosionaban. Aquí abajo todo cambiaba, mientras que en el cielo todo parecía progresivamente más inmóvil, pues si bien la Luna, el Sol y los planetas parecían tener movimiento, este era en apariencia siempre el mismo, año con año, y el movimiento era menor progresivamente, hasta llegar a las constelaciones, las cuales se mantenían en apariencia sin movimiento, es decir, inmutables.

Fig. 2. Modelo cosmológico griego antiguo con los siete cuerpos celestes conocidos entonces (y los siete cielos).

Recordemos ahora que, según esta cosmovisión, cuando algo era inmutable era considerado perfecto, pues al estar completamente hecho, ya no necesitaba cambiar o moverse. Así que el cielo representaba niveles de perfección, de menor en la capa o nivel lunar, al mayor en el nivel de las estrellas o constelaciones, el Stellatum.

Según este supuesto, los espacios, regiones o niveles entre los cuerpos celestes eran los distintos «cielos» (en plural), que estaban constituidos por un quinto elemento, adicional a los cuatro de la realidad terrestre. A ese elemento que hacía brillar a las estrellas, se le conoció como éter, lo que arde, que viene de la palabra griega αἰθήρ, y esta deriva de αἴθω, que significa arder.

Observemos que la muerte y los demás cambios eran considerados propios de lugares imperfectos («no hechos» o «no terminados»), mientras que lo durable e inmutable, que no mostraba cambios, era considerado perfecto («completamente hecho»).

Por lo tanto, la Tierra era un lugar de imperfección (cambios, muerte) mientras que cada uno de los cielos era eterno (sin cambios) y cada vez más perfecto. Este era el modelo cosmológico griego, donde la órbita de la Luna marcaba el límite entre lo eterno y lo perecedero o cambiante. Sobre la órbita de la Luna dominaba el éter y bajo de esta dominaba el aire. El dominio del éter era el dominio de las cosas inmutables y perfectas, de los ángeles y dioses, mientras que el dominio del aire era el dominio de las cosas cambiantes e imperfectas, de los demonios (ángeles caídos) y hombres.

Fig. 3. Modelo cosmológico griego antiguo con los cuatro elementos de nuestra realidad terrena más el éter como el elemento celeste, los cielos o niveles de perfección y el Caelum ipsum o «cielo empíreo, habitáculo de Dios y de todos los elegidos».

Más allá del Stellatum se concebía que existía aún otra esfera, invisible para nosotros, que llamaban el primer móvil o Primum Mobile, la cual brindaba el movimiento a todas las demás. Algunos pensadores griegos como Aristóteles pensaron que más allá del Primum Mobile no había ni lugar ni vacío ni tiempo. Sin embargo, los cristianos entendieron que fuera de este cielo, digamos del mayor y último cuerpo, del espacio y de la materia, estaba el Cielo mismo, el verdadero Cielo, Caelum ipsum, luz intelectual (no material), la perfección misma y la presencia de Dios. Dante lo mencionó así en el canto XXX del Paraíso, en su Divina comedia:

Hemos salido ya —volvió a decirme—
del mayor cuerpo al Cielo que es luz pura:

luz intelectual, plena de amor;
amor del cierto bien, pleno de dicha;
dicha que es más que todas las dulzuras.

Aquí verás a una y otra milicia
del paraíso, y una de igual modo
que en el juicio final habrás de verla.

Volviendo a los pensadores, Platón (427 a. C. – 347 a. C.) y sus seguidores distinguían en general dos modos de realidad: una de ideas, a la que llaman inteligible, y otra «física», a la que llaman visible o sensible. Luego tomaron el modelo cosmológico para explicar sus relaciones.

Las ideas correspondían con la parte perfecta: el mundo ideal. Por lo tanto, las ideas eran eternas y tenían diversos grados de perfección, como las esferas celestes.

Los sentidos correspondían con la parte imperfecta: el mundo sensible real. Por lo tanto, los sentidos eran efímeros e imperfectos.

Fig. 4. Relación entre ideas y sentidos superpuesta al modelo cosmológico griego antiguo.

Más aún, los platónicos consideraban que todo lo que existe en el mundo sensible es una imagen imperfecta de lo que existe en el mundo ideal (de las ideas que los originan). En sintonía con lo anterior, el filósofo romano Boecio (480 d. C – 524 d. C.) remarcó luego que todas las cosas perfectas preceden a las cosas imperfectas.

En esta realidad, el mundo ideal se comunicaba con el mundo sensible real por medio de la palabra (logos en griego). Por medio de la palabra (logos), podemos poner en contacto o «traducir» lo que vemos en el mundo sensible en ideas. Por medio de la palabra, podemos también convertir o «reflejar» ideas en realidades sensibles (creación).

Fig. 5. Posición de la palabra, o logos, como contacto entre las ideas y los sentidos.

Así, el logos no sólo correspondería con nuestra concepción moderna de palabra, sino también con otras representaciones o agentes que servirían para comunicar lo que se siente en ideas, o viceversa (modelos a escala, relaciones, proporciones y razones matemáticas, etcétera).

El escritor romano Apuleyo (c. 125 d. C. – c. 170 d. c.), llegó en su momento a introducir el principio de la triada, que ya estaba presente de alguna manera en obras de Platón, como en diálogo titulado Timeo, y que postulaba que era imposible que dos cosas estuvieran juntas sin una tercera que las uniera y les sirviera de enlace. Según este principio, debe existir siempre un medio, pegamento o puente entre dos cuerpos que se unen. Fue así como algunos pensadores concibieron su idea del logos dentro de este principio.

Por todo lo anterior, podemos observar que el cielo, en general, era concebido como el lugar o el estado donde residía lo perfecto o pleno, en situación de eternidad, libre de los cambios propios del tiempo; y que los cielos eran las capas que formaban este cielo, las cuales eran progresivamente más perfectas al ascender.

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Por: Carlos Altamirano-Morales

Al iniciar mi estudio y reflexión sobre el significado de la palabra cielo, así como de otras relacionadas como eternidad y perfección, en diversas cosmovisiones occidentales históricas, tuve la oportunidad de encontrar fuentes de información que me facilitaron la tarea y que me fueron muy valiosas. Entre ellas se encuentran libros como La imagen descartada, de C. S. Lewis, novelista y profesor de literatura medieval y renacentista de la Universidad de Oxford, y conferencias como la titulada Cosmología, brindada por el doctor especializado en ciencias planetarias y hermano jesuita, Guy Consolmagno, S. J., en el Colegio de Ciencia de la Universidad de Arizona en 2011.

Por la presencia e influencia de fuentes de información como las mencionadas, aclaro que con este libro no pretendo desarrollar ideas innovadoras ni aspiro a «inventar el hilo negro». Quien quiera un conocimiento técnico o académico formal y avanzado sobre estas materias puede acudir directamente a esas fuentes y a otras similares. Más bien, como aficionado a temas de lingüística, de historia, de cosmovisiones y de teología, pero sobre todo como un padre que quiere orientar lo mejor que puede a sus hijos en estos asuntos que atañen a cualquiera, mis propósitos en este libro son: (1) conocer o repasar, y luego profundizar y reflexionar sobre el significado de ciertos conceptos a través del tiempo y a través de algunas cosmovisiones, (2) compartir mis reflexiones y razonamientos al respecto, y (3) argumentar y soportar mi opinión de que esos conceptos son aún útiles, valiosos, y dignos de mantenerse en uso y de seguir desarrollando su alcance. Pues si bien, es fácil encontrar definiciones y exposiciones sobre estas palabras, su significado no es obvio al inicio para muchos de nosotros en la actualidad.

Empiezo así reconociendo que las palabras son unidades lingüísticas, signos de expresión y comunicación cuyo significado está determinado o es enriquecido en gran parte por el contexto cultural y la cosmovisión de la sociedad en la que se presentan. Y en muchos casos, sirven no solo para representar algo, sino para ayudarnos a tomar una posición o a orientarnos con respecto a aquello a lo que hacen referencia. Por ello, cuando la cosmovisión de una sociedad cambia, el significado original de ciertas palabras puede ser borroso, enmascararse, esconderse, cambiar o perderse. Curiosamente, algunas palabras resisten estos cambios y pueden utilizarse aún en la nueva cosmovisión, pero de una manera tal que las personas ya no distinguen un significado en ellas fuera de sí mismas. El significante aparentemente se convierte poco a poco en significado, pero en un significado difícil de definir por estar desconectado del original. Ya no es tan sencillo no solo encontrarle sentido al significado de ciertas palabras, sino orientarse o tomar una posición con respecto a ellas y a lo que hacen referencia. Se termina por definirlas solo en relación con supuestos sinónimos y se les adjudica luego los significados de esos presuntos sinónimos. Esto puede crear confusión, dificultad para encontrarles utilidad o incluso deseos de abandonar el uso de esas palabras, aún dentro del contexto o ámbito en el que surgieron. En lugar de que el lenguaje y vocabulario crezca, tendemos, en el mejor de los casos, a conformarnos con cambiar una palabra vieja por una nueva, o bien, en el peor de los casos, a reducir ese vocabulario y abandonar incluso el intento de reemplazo. Algo de esto puede pasar con palabras tales como cielo, eternidad y perfección.

Por ejemplo: ¿Qué significado tiene el cielo para los creyentes de hoy? ¿Es el mismo que el del cielo donde se encuentran el Sol, las demás estrellas, la Luna y los planetas? Y si hoy se distingue un cielo del otro, ¿en algún momento fue considerado el mismo? ¿Y qué decir de los escritos que hablan de «los cielos», en plural? ¿Cuáles son esos «cielos» y dónde están? ¿Qué relación tiene lo celestial con lo eterno y con lo perfecto? ¿Perfecto es meramente la ausencia de errores? ¿Qué entendemos por eterno? ¿Es lo mismo vida eterna que vivir para siempre, o por todos los años que el universo tiene por delante? ¿Siempre se pensó en el paraíso como en el «cielo», con nubes y seres con alas, o han existido otras formas de concebirlo?

Algunas de estas preguntas pueden venir no solo de escépticos o de adultos con la intención de ridiculizar las creencias religiosas de otros, sino de personas auténticamente interesadas en el tema, entre ellas nuestros propios hijos. Así, como en el ejemplo que mencioné en el capítulo anterior, si un padre compra un telescopio para ver el cielo, y sucede que la abuela acaba de fallecer y, por la fe compartida, la familia espera que ella haya «ido al cielo», ¿podrían utilizar el telescopio para verla? La respuesta sencilla y rápida es que no, porque no nos referimos al mismo cielo, pero entonces, una vez más, ¿por qué nombramos cielo a ambos?

Algunas de estas preguntas pueden venir no solo de escépticos o de adultos con la intención de ridiculizar las creencias religiosas de otros, sino de personas auténticamente interesadas en el tema, entre ellas nuestros propios hijos

Fig. 1. Paraíso y firmamento: ¿por qué nombramos cielo a ambos?

Fig. 2. Diferencias entre concepciones de la evolución como una línea simple y como un árbol.

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La familia en el Proyecto Global de Pastoral

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Por: Josefina Padilla y Arturo Zapata

  • Una formación antropológica cristiana de manera integral y sistemática.
  • Atender especialmente a las necesidades materiales y espirituales de la familia para que esta cumpla su misión de educar en los valores humanos y cristianos.
  • Ser una Iglesia comprometida con la paz y las causas sociales.
  • Abrir más espacios para una Iglesia pueblo, una Iglesia incluyente donde se acoja con misericordia a esposos vueltos a casar, homosexuales, madres solteras, ancianos, indigentes y migrantes, entre otros.
  • Promover el liderazgo femenino y una participación más amplia en la vida de la Iglesia, desde un auténtico respeto a su dignidad.
  • Implementar y hacer crecer centros de escucha y atención a víctimas.

Atendamos el llamado del papa Francisco y de nuestros obispos para despertar el deseo de caminar juntos, en sinodalidad y hacer realidad en nuestra patria, Iglesia, familias, y, por supuesto, en cada uno de nosotros, el proyecto de Dios, manifestado en Cristo redentor, e inculturado en María de Guadalupe, edificando juntos esa «casita» justa y digna donde todos somos acogidos. 

COMUNICADO: Vivir la educación al interior de la familia

PADRE

Por: Carlos Altamirano (Dimensión Familia Zacatecas)

Te invitamos a ver el cortometraje 𝘗𝘈𝘋𝘙𝘌, de la Universidad Católica de Valencia, pues transmite un mensaje muy importante, al definir el significado de ser padre y al valorar las diferencias entre el padre y la madre, para entender que hay servicios propios del padre que son insustituibles en la educación de los hijos.

El cortometraje empieza con la enumeración de algunas diferencias entre mujeres y hombres en general, y entre el enfoque de la madre y del padre en la educación de los hijos en particular. Se enfatiza que madres y padres comúnmente quieren las mismas cosas para sus hijos, aunque las buscan de diferente manera.

A continuación, el video indica que uno de los servicios insustituibles del padre es el establecimiento de límites y normas en los hijos, pues en general, el padre establece límites con más frecuencia que la madre. Se resalta que «hay que amar mucho a un hijo para aguantar su llanto». Esto significa que amar a un hijo es educarlo y prepararlo para la vida real, enseñarle que en la vida hay frustraciones, y que lo importante no es evitar las dificultades sino enfrentarlas. Y la importancia de los límites es que estos nos ayudan a definir lo que es realmente un humano y a distinguirlo de lo que no lo es. Por ello, los límites y las normas nos ayudan a ser libres: libres de la impulsividad, de las exigencias, del victimismo y de la pusilanimidad. Cuando un padre establece límites, enseña a sus hijos a ser humanos de verdad, con alegrías y sufrimientos, y a no ser esclavos de caprichos idealistas, que a la larga nos deshumanizan. Sin embargo, para que eso suceda hace falta que la madre lo introduzca y le dé espacio.

Adicionalmente, el video muestra la importancia del padre en la educación particular de los hijos varones y mujeres. Los hijos varones aprenden del padre lo que es ser un hombre de verdad y cómo pasar de niño a hombre; esto es, cómo dominar y encausar la energía que llevan dentro para transformarla en fuerza y ternura masculina. La bendición del padre es enseñarle esto a sus hijos y la bendición de la madre es dejar al hijo ir con su padre y alegrarse de que se convierta en un hombre. Si el padre no está presente, los hijos buscarán otros modelos y esto puede desencadenar en ellos comportamientos violentos o su ocultamiento en el mundo femenino, renunciando a lo que es ser un hombre. 

Por su parte, las hijas mujeres buscan también fuerza y ternura en el padre, así como la respuesta a la pregunta de si son valiosas, queridas y preciosas, no tanto por un patrón de belleza superficial sino por lo que son. Por otra parte, El padre será el filtro por el verán a todos los hombres que se les acerquen. Si el padre no está presente, las niñas pueden desarrollar inseguridad e incomodidad incluso con respecto a su propio cuerpo, hasta que encuentren a alguien que les diga que son hermosas.

Pero, en concreto, ¿qué es un padre? La respuesta del cortometraje es: «un hombre entregado, o la forma masculina de darse». Y para que esto ocurra, deben superarse o eliminarse los modelos del padre ausente, que privilegia el trabajo a la vida familiar; del padre analfabeto afectuoso, que no demuestra sentimientos ni afectos; del padre machista, que cree que el varón es superior a la mujer; y del padre autoritario, que cree que el respeto se gana sólo por la fuerza. A estos modelos negativos y dañinos hay que reemplazarlos por los modelos del padre presente y fuerte, que valora más a la familia que al trabajo, que toma la corresponsabilidad en la educación y el establecimiento de límites en los hijos, y que pone toda su energía al servicio de su familia; del padre afectuoso, capaz de expresar sus sentimientos y su ternura; del padre respetuoso, que valora a su esposa, a sus hijas y a toda mujer, como iguales en dignidad al varón; y del padre que soporta su autoridad en el amor y el respeto.

Se concluye que, para valorar el rol del padre, deben reconocerse antes las diferencias entre padres y madres. Luego, el reconocimiento de nuestras diferencias debe ayudarnos a poner lo que tenemos diferente al servicio de la otra parte, para enriquecer nuestras vidas y las de nuestros hijos, y no para creernos superiores o inferiores. 

El cortometraje termina declarando que la diferencia entre padres y madres es algo bueno para la familia, y por ello es algo que debemos celebrar.

¡Feliz día del padre!

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