Archivo del autor Carlos Altamirano

Reflexiones de un padre de familia en aprietos: La taza de plástico

Por: Carlos Altamirano-Morales

Hace un par de meses, fue el día en que celebrábamos el cumpleaños de mi padre. Recuerdo que yo tendría unos seis o siete años cuando quise tener parte activa en esa celebración y en sus preparativos por primera vez. Uno o dos días antes del festejo, observé que mis hermanos mayores mostraban los regalos que habían comprado y tenían pensado entregarle. Ellos eran varios años mayores que yo, así que los veía muy grandes y sus presentes me parecían muy buenos.

—Aquí está el regalo que le daremos de parte tuya y mía —me dijo mi madre, tal vez al ver mi cara de tristeza por no tener un presente listo.

Me indicó el obsequio que ella había adquirido y envuelto, en cuya tarjeta añadiría mi nombre al suyo, como en años anteriores. Era un lindo detalle de su parte, pero en esta ocasión yo no quería regalar algo compartido. Yo quería dar algo que mi padre reconociera claramente como un regalo mío: algo personal.

¿Qué podía yo regalar a los seis o siete años? Hoy tal vez habría pensado en una tarjeta dibujada por mí. Sin embargo, en ese momento, al tener como referencia los obsequios de mis hermanos, lo único que se me ocurrió fue buscar en mi habitación y sacar todos mis ahorros: una moneda de cinco pesos que tenía guardada. Esta era seguramente el resto de algún regalo o del dinero que mi padre me había dado para comprar un bocadillo en la escuela. Le mostré la moneda a mi madre y le pregunté qué podría comprar con ella. Mi madre me miró y con gran acierto me dijo:

—Yo creo que podemos conseguir algo bueno, y si falta un poco, yo lo completo.

Al día siguiente me llevó con ella a una tienda y me propuso algunas opciones. Escogí entonces una taza de plástico semitransparente de color rojo, que me pareció muy moderna y bonita. La taza costaba cerca de diez pesos (menos de un dólar actual), así que mi madre me indicó que ella pondría el resto.

—Tu papá necesita una taza para su café, así que esta le servirá y gustará mucho —me entusiasmó mi madre.

Llegó el esperado día del cumpleaños y yo estaba muy ansioso de dar a mi padre mi regalo: «mi regalo». Esperé mi turno y lo entregué. Mi padre lo abrió y, sobrepasando todas mis expectativas, me hizo sentir que el obsequio que le di había sido su favorito. No sé si mis hermanos lo habrán notado igual, pero fue muy claro para mí. De alguna manera, mi padre se las ingenió para hacerme sentir único. A partir de entonces, lo vi usar su taza de plástico roja todos los días y con ello apartar las más costosas tazas de porcelana de la vajilla. Él usaba la taza que le regalé incluso en cenas a las que invitaba a sus amistades a nuestro hogar. Con el tiempo, la taza se agrietó en una de sus juntas, debido a su mala calidad, pero, aun así, él la conservó.

Años después, encontré esta taza en la casa de mi madre, luego de la muerte de mi papá, difunto ahora hace casi treinta años. La vieja taza aún estaba allí. Ya siendo yo un adulto, noté lo barata que era. Noté que el dinero con el que mi madre había completado el pago, aunque poco, procedía también de mi padre, pues en ese tiempo ella no tenía un empleo remunerado ni otra fuente de ingresos. Noté que los presentes de mis hermanos venían del dinero que les había llegado de alguna manera también de mi padre. ¿Qué representaban entonces estos regalos para mi papá? ¡Eran regalos que habían sido comprados con su propio dinero! Me conmovió entonces la forma cariñosa como él recibió tanto mi obsequio, como, ahora lo entiendo, los de mis hermanos que, si bien más costosos que el mío, seguramente tampoco eran espectaculares.

Pocos días después de recordar esto, participaba en la Celebración de la Eucaristía con mi familia y el canto del ofertorio llamó particularmente mi atención. Le presentábamos y ofrecíamos a Dios algo más que las monedas y billetes que se colectaban: le ofrecíamos nuestras penas y alegrías, nuestro trabajo; en fin, nuestro ser. Un ser que fue creado con el propósito de irradiar el amor de Dios y ser su reflejo. Pero ¿qué podían representar todas estas cosas y acciones finitas, provenientes de personas pecadoras e imperfectas, para un Dios infinito y perfecto? Él nos recordó que quería misericordia y no sacrificios, pero incluso en ese caso, ¿cuántas obras de misericordia tendríamos que hacer para ofrecerle algo acorde a su dignidad?

Entonces vino la consagración. Jesucristo se entregaba para ofrecerse al Padre por nosotros. Allí se aclaró esa imagen que traía desde hacía unos días. De cierto modo, era como si Dios nos diera lo necesario para que nuestra ofrenda fuera válida y suficiente. Claro, en este caso la ofrenda o regalo no era una baratija como mi taza, sino algo con valor infinito y perfecto, propio de una ofrenda a Dios: Se trataba de su propio Hijo. Y de alguna manera comprendí lo necesario de este sacrificio y ofrenda de Jesús como «complemento» a nuestra ofrenda u ofrecimiento cada vez que lo hacemos: diario, si es posible, o al menos una vez a la semana. Un «complemento» que no vale solo el doble que «el mío», como aquel complemento con que mi madre me ayudó hace años, sino uno infinitamente más valioso que el de mi parte.

Observé claramente que necesitamos del sacrificio de Jesús todos los días, que el sacrificio de Jesús no es solo una conmemoración de aquel ocurrido hace dos mil años, sino que realmente ocurre en cada Celebración de la Eucaristía. Solo por Él, con Él y en Él, podemos cumplir nuestro cometido y tener un ofrecimiento de valor, diario o semanal, que presentar al Padre. No obstante, después me pregunté: ¿Reconocerá Dios en la ofrenda, esa pequeña parte mía? ¿Esa pequeña parte que consiste a lo mucho en una intención y en una respuesta, que para colmo no siempre es firme?

Bueno, recuerdo hoy aquel cumpleaños, y por ello confió en que, así como mi padre apreció esa taza de plástico barata para la cual yo aporté únicamente una porción menor, con más razón, Dios aprecie la ofrenda y alabanza hecha por, con y en Jesucristo.

Y espero y confío en que María, nuestra madre, esté también siempre allí con nosotros, para asesorarnos, apoyarnos y ayudarnos a no caer en ese desánimo de sentir que nada tenemos para dar. Una madre que nos recuerde que aun una taza de plástico puede valer mucho para un Padre que nos ama.

Enero de 2017.

Los esposos que se alimentan del cuerpo de Cristo pueden mirarse transfigurados, con los ojos de Dios

Reflexiones de un padre de familia en aprietos: Cielo, eternidad y perfección —5 de 5—

Por: Carlos Altamirano-Morales

Revisemos ahora lo que la Iglesia Católica define actualmente como cielo. Dentro de la tradición cristiana, la Iglesia Católica tiene registro de las abundantes meditaciones y razonamientos que se han dado en su interior a lo largo de dos mil años sobre este y otros conceptos relacionados que se encuentran en las Sagradas Escrituras. Algunas de estas meditaciones y consideraciones han sido compiladas en el Catecismo de la Iglesia Católica, cuya versión latina fue presentada en 1997 como una exposición completa e íntegra de la doctrina católica. En este documento podemos observar algunas definiciones y aclaraciones sobre el término «cielo», que sirven de enlace con los conceptos tradicionales vistos anteriormente y que ayudan a comprender más su uso, no solo dentro del catolicismo, sino dentro de toda la tradición cristiana en común, y posiblemente dentro de la tradición judeocristiana en mayor amplitud.

Primeramente, en el número 326 de este catecismo, la Iglesia aclara la diferencia entre cielo y tierra en la tradición cristiana. «La tierra», es el mundo de los hombres, mientras que «el cielo» o «los cielos» designan el «lugar» propio de Dios. Menciona además que «cielo» es la gloria escatológica, que indica el «lugar» de las criaturas espirituales —los ángeles— que rodean a Dios. Curiosamente, en el mismo número podemos leer que «el cielo» o «los cielos» pueden designar también el firmamento.

Más adelante, en el número 1023, el catecismo indica que las almas de todos los santos «estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles» y aclara que los que están ahí, están más íntimamente unidos con Cristo.

Un número más adelante, el 1024, amplía el concepto e indica que se llama «el cielo» a esta «vida perfecta con la Santísima Trinidad, a esta comunión de vida y de amor con ella». Y aclara que el cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

En el número 1025, se aclara aún más que vivir en el cielo es «estar con Cristo», es vivir «en Él». Y continúa indicando que el cielo es donde el ser humano encuentra verdadera identidad, su propio nombre.

En el número 1026, leemos que «la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo» y que «el cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él».

En el número 1027, se aclara que «este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso». Esto es, el cielo es y será para el cristiano solo una imagen o representación parcial de algo mucho mayor, que no puede ser representado ni comprendido en su totalidad por nosotros en nuestra vida terrena.

Sin embargo, podemos conocer al menos algo, pues en el número 1028 se lee que, si bien Dios no puede ser visto, «Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica»», que implica «tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo…, de las alegrías de la inmortalidad alcanzada». Este honor también es el cielo.

En el número 1029 leemos que la vida en el cielo no es estática ni aburrida y menos la de un centro vacacional: «En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera».

En el número 1042 se indica que «al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud», y que «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo», cuando el universo entero, «quede perfectamente renovado en Cristo».

Fig. 1. «En la gloria celeste, […] también la creación entera […] será perfectamente renovada en Cristo» (LG 48).

En el número 1043 se indica que la sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación que trasformará la humanidad y el mundo, y que «será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza”».

Luego, en el número 1326, se menciona que, por la celebración eucarística, nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna, cuando Dios será todo en todos.

Más adelante, en el número 2794, el catecismo aclara que, cuando en la oración del Padre Nuestro, se menciona que Dios Padre está en el cielo, este cielo «no significa un lugar» [espacio] sino «una manera de ser»; «su majestad». Estar en el cielo no significa que Dios Padre está «en esta o aquella parte» (física), sino que está «por encima de todo» lo que puede el hombre concebir (en cuanto a santidad divina, a consideración e importancia). Por ello, entiendo que, para un cristiano, el declarar que Dios Padre está en el cielo, significaría en un inicio el declarar que Dios ocupa el primer lugar dentro de cualquier orden de prioridades; el lugar principal o «prioridad uno» de amores, afectos y consideraciones antes de cualquier acto, pensamiento o expresión. Pero incluso sería considerar aún más que eso, porque Dios no es primero de cada una de estas categorías, como si fuera uno más de sus miembros, ni aún el más importante, sino que está sobre todas ellas: las sostiene, las «engloba» y les da la posibilidad de ser. Por ello, se dice que está más allá de lo que podemos concebir acerca de la santidad divina.

Por otra parte, se adiciona que, en caso de querer insistir en definir al cielo como un lugar, podríamos ubicarlo o entenderlo como el corazón de los justos, donde Dios habita: «Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el Cielo” hay que entenderlas en relación con el corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca». De esta manera, añadía San Cirilo de Jerusalén, «el “cielo” bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea».

En el número 2795 se lee que el símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada. La Casa del Padre es, por tanto, nuestra «patria». De la patria de la Alianza, el pecado nos ha desterrado, y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver. En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra, porque el Hijo «ha bajado del cielo», solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión.

Luego, en el número 2796, se menciona que, cuando la Iglesia ora diciendo «Padre nuestro que estás en el cielo», profesa que somos el Pueblo de Dios «sentado en el cielo, en Cristo Jesús», «ocultos con Cristo en Dios», y al mismo tiempo «gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial». Por ello, «los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo».

Estas son solo algunas de las menciones del cielo en el Catecismo de la Iglesia Católica y por ellas entendemos que el cielo es una manera de ser, el estado de estar en presencia de Dios, la realización de las aspiraciones más profundas del ser humano, el estado supremo y definitivo de su dicha, o el estado de plenitud.

En los escritos y mensajes cristianos actuales se habla mucho de la salvación que nos vino por Jesucristo, la que se refiere a la sanación del pecado, esa especie de enfermedad espiritual que nos aleja del cielo y de Dios. Sin embargo, como mencionan algunos teólogos contemporáneos, como Scott Hahn, no solo es importante mencionar «de qué» nos salva Jesús, sino «para qué» nos salva, pues esta es la pregunta fundamental.

Uno de los pasajes de las Sagradas Escrituras más reveladores para encontrar esa respuesta está en la segunda carta de San Pedro, donde se nos dice: «…nos han sido obsequiados los preciosos y grandísimos bienes prometidos, para que merced a ellos llegaseis a ser partícipes de la naturaleza divina…». Ser partícipes de la naturaleza divina es lo que en otros pasajes equivale a ser «hijos de Dios», a ser «hijos en el Hijo».

Como menciona el catecismo en su número 294: «La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia»: «Porque la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios». El fin último de la creación es que Dios, «Creador de todos los seres, sea por fin «todo en todas las cosas», procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad».

Esta es la razón de la venida de Jesucristo y de la salvación que nos dio. En el número 460 del catecismo se ahonda más en esta cuestión y se indica: «El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza divina«: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios«. «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres«.

Y dado que, según se nos ha revelado, Dios es amor, entonces participar de su naturaleza divina significa participar de su amor, ser reflejo de su amor, amar como Él ama. El motivo para el cual Jesús nos ha salvado del pecado es para que podamos recobrar la imagen de Dios en nosotros, para que recobremos nuestra participación de la naturaleza divina y podamos, en Él, amar como Él ama; no como nosotros pensamos que es amar, sino como Él nos lo ha mostrado. Solo así lograremos la plenitud de nuestro ser, la perfección y lograremos la vida eterna y estar en el cielo.

Por lo que he mencionado previamente, he advertido que el cielo al que se refiere la Iglesia y el cristianismo en la actualidad no es un lugar en el espacio, sino una manera de ser sobre las demás, la vida perfecta en comunión con la Santísima Trinidad, el estado supremo en el cual el ser humano se encuentra frente a Dios y en el que alcanza la plenitud del ser en el amor, llega a la perfección y a la vida eterna, en la cual ya no está sujeto a cambios ni al tiempo, y en la que le es dada la posibilidad de ser partícipe de la naturaleza divina, de ser partícipe del amor.

De alguna manera, he observado que lo que se entiende por alcanzar la vida eterna es equivalente a lograr la plenitud de la vida, o a lograr la vida perfecta o completa, o a «vivir en el cielo». Vida eterna, plenitud, perfección, eternidad y vivir en el cielo son vocablos que, si bien no son sinónimos en el sentido estricto, sí están tan entrelazados que pudieran intercambiarse en algunas frases, ya que en el fondo señalan el estado en el cual el ser humano es capaz de amar como Dios ama.

Lo anterior me ha llevado a reconocer también que el verdadero y definitivo premio o regalo al que puedo aspirar como ser humano es justamente participar de la naturaleza divina; esto es, tener la posibilidad de reflejar el amor de Dios o, una vez más, amar plenamente como Dios. ¿Qué puede ser más valioso?

Por eso, debemos replantearnos la importancia de «portarnos bien». En nuestra infancia, cuando los adultos nos ordenaban «portarnos bien», esto era traducido por nosotros en forma negativa como «no hacer travesuras»: quedarnos quietos, aburrirnos. No obstante, «portarnos bien» significa mucho más para los cristianos, y no es algo aburrido, sino un reto mayor. «Portarnos bien» no es solo dejar de hacer «cosas malas», sino hacer «cosas buenas». «Portarnos bien» es hacer lo que estamos llamados a hacer, ejecutar nuestra misión de manera correcta y completa, ser santos, cumplir la voluntad de Dios, que no es otra que amarlo y amar a nuestros semejantes como Él mismo nos ama. Y esto no lo hacemos para tener después la oportunidad de hacer lo contrario, ni siquiera para hacer cualquier otra cosa, pues no hay otra cosa más importante ni mejor. Entonces, notemos que el proceso a seguir no se trata de «“portarnos bien” para recibir el cielo como premio», como si el cielo se tratara de un lugar de ocio y diversión mediocre sin fin, como compensación por nuestra quietud y aburrimiento. Más bien, se trata de «aceptar la invitación de Jesús, quien ha abierto las puertas del cielo para nosotros, para cambiar nuestra disposición mental, llevar nuestras mentes más allá (μετανοεῖτε) y creer verdaderamente que somos hijos de Dios en Él, que somos “capaces de Dios”, para recibir el “portarnos bien” como premio». Sí, Jesús nos ha abierto las puertas del cielo al entregar su cuerpo por nosotros y el «portarnos bien» es el premio cuando aceptamos creer, cambiar y ampliar nuestra mente, ir y permanecer en Él en ese estado de hijos de Dios, dado que así, en Él, nos convertimos en la imagen de Dios, somos el reflejo de su amor, amamos como Él ama, participamos de su naturaleza divina y alcanzamos la plenitud en la vida y la verdadera felicidad. Y por si fuera poco, Él nos ayuda a alcanzar este premio con su gracia y los sacramentos.

Al avanzar en nuestra vida, observamos con frecuencia que a las personas que queremos amar más son a quienes más perjudicamos o a quienes dañamos con mayor intensidad, y notamos que estropeamos todo al final, aunque ese no fuera nuestro propósito al inicio. Entonces, es cuando entendemos que la oportunidad de amar verdaderamente, sin riesgo de estropear nada ni dañar a nadie, es un gran obsequio: es el gran regalo. No es quedarnos quietos y estáticos, es amar y amar de manera verdadera, plena e ilimitada. Entiendo que esto es algo que debo meditar más, sobre todo desde el punto de vista escatológico que no he tocado en este escrito. Sin embargo, lo que quiero resaltar es que no podemos menospreciar el mayor don que Dios nos ha brindado, que es la posibilidad de ser sus hijos, partícipes de su naturaleza divina; y dentro de ello, el ser capaces de amar como Él ama es el gran premio.

Por último, entiendo que el modelo griego y medieval que sirvió de base para acuñar las ideas y los vocablos que he revisado aquí no es aceptado ya en el sentido físico ni en el sentido astronómico. Sin embargo, la estrecha relación entre algunos elementos de esta cosmovisión, como lo son los conceptos de perfección, eternidad y cielo, constituye una guía valiosa para entender mejor el mensaje de las Sagradas Escrituras y para alcanzar la plenitud y la felicidad. Estos términos, en conjunto, pueden ayudarnos a comprender mejor la buena nueva de Jesús y a encontrar el sentido de nuestras vidas y, por lo tanto, considero que deben usarse y conservarse. Más aún, opino que todavía es de gran beneficio el estudiar el modelo cosmológico que los originó, pues si bien este ya no es el mejor para explicarnos el movimiento de los astros o de la materia en general, sí sirve para describir y entender las relaciones de las palabras o los elementos estudiados.

Así que mantengo mi posición inicial de considerar útil y recomendable el uso de las palabras firmamento y paraíso, para diferenciar ciertos aspectos de la realidad. Sin embargo, luego de lo aprendido y reflexionado, encuentro que la palabra cielo también debe mantenerse y emplearse como un vocablo valioso y de uso frecuente, debido a que tiene una interrelación muy clara con las palabras eternidad y perfección, y en consecuencia con aspectos fundamentales del ser humano como la búsqueda de una vida plena, la felicidad y el amor.

Finalizo aquí este escrito que inicié en 2005. He empleado alrededor de diez años en registrar mis aprendizajes y reflexiones sobre el tema. Mi hija ya no es aquella niña con la que salía a alquilar videocintas, aunque continúa formulando preguntas que me son difíciles de contestar y me ponen en aprietos. Sin embargo, en este tiempo, he podido compartir con ella y con sus hermanos menores algunos de los textos que he consultado, así como mis meditaciones y cavilaciones sobre este asunto. Y todo esto me ha brindado la oportunidad de entablar conversaciones muy interesantes con todos ellos y con mi esposa, pero, sobre todo, me ha dado la ocasión para admirar y agradecer a Dios por la esperanza de poder estar algún día frente a Él, junto a mis seres queridos, en la eternidad.

Trujillo, 2005 – Zacatecas, 2015.

Esta reflexión está disponible también en video en YouTube en los siguientes enlaces: video 1, video 2 y video 3.

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Carlos AltamiranoAgo 10, 20244 min read

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que…

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

difamzacJul 26, 20242 min read

Mons. Sigifredo Noriega Barceló Semblanza Nació en la ciudad de…

Dr. Israel Sánchez Martínez

Dr. Israel Sánchez Martínez

difamzacJul 25, 20241 min read

Dr. Israel Sánchez Martínez Semblanza Estudios: • Ing. En Sistemas…

Si intensificamos la oración y la escucha de la Palabra de Dios, podemos encontrar la fuerza necesaria dentro de la maravillosa aventura conyugal y familiar

Reflexiones de un padre de familia en aprietos: Cielo, eternidad y perfección —4 de 5—

Por: Carlos Altamirano-Morales

El cristianismo surgió dentro de la atmósfera intelectual brindada por el platonismo y el neoplatonismo, y por lo tanto compartió muchos elementos con estas corrientes filosóficas. Sin embargo, se diferenció también de estas en algunos aspectos importantes, que tenían que ver sobre todo con conceptos como la creación, la caída, la redención y la resurrección.

Fig. 1. Rosetones (vitrales circulares) de catedrales medievales que muestran visión cristocéntrica, y no geocéntrica, del cristianismo. Izquierda: Rosetón norte de la catedral de Notre Dame, Francia. Centro: Rosetón de la catedral de Chartres, Francia. Derecha: Rosetón sur de la catedral de Notre Dame, Francia.

Por ejemplo, para los neoplatónicos, el cielo era un lugar para almas puras, mientras que el mundo material sublunar era algo impuro y hasta malvado. En consecuencia, el cuerpo humano se juzgaba como una prisión, donde el alma estaba encadenada mientras purgaba una especie de condena que acababa con la muerte, luego de la cual el alma volvía a su origen celestial. Por el contrario, para los cristianos, que heredaron el concepto de la creación buena y deseada del libro del Genesis, ni el mundo físico en general ni el cuerpo en particular serían malos en origen y, por lo tanto, luego de reconocer aspectos como la caída y la redención, la resurrección al final de los tiempos se consideraría como total, de cuerpo y alma, no solo de esta última. De hecho, la influencia del pensamiento neoplatónico, y su tendencia de considerar buena al alma y malo al cuerpo, fue el origen de algunas de las primeras herejías cristianas relacionadas con lo que se denominó gnosticismo, que ha resurgido parcialmente de tiempo en tiempo dentro de algunas corrientes puritanas.

Por otra parte, por el principio de la triada, algunos platónicos y neoplatónicos creían imposible la comunicación directa de los seres humanos con Dios (o dioses), a no ser a través de seres intermedios, o intermediarios, como ángeles y demonios. Sin embargo, los cristianos considerarían que la comunicación directa entre ellos y Dios sí sería posible, sobre todo en el Logos, «en Cristo», al considerarse ellos parte integrante del cuerpo de Cristo, en la Iglesia. Y cabe aclarar que, para los cristianos, Jesucristo, el Logos, no sería simplemente un intermediario entre Dios y los seres humanos, sino que sería la manifestación o revelación misma de Dios con ellos, sería Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. La visión pagana del Logos como un intermediario o una deidad inferior originaría después herejías como la arriana.

Más aún, muchos filósofos griegos de la época creían que, después de la muerte, el alma volvía naturalmente al cielo, de donde había partido, o bien que el ser humano era capaz de ganar un lugar en ese cielo con sus actos perfectos. En contraste, para los cristianos, el ser humano habría sido creado desde su origen como cuerpo y alma, y no sería capaz de llegar al cielo sólo por sus propias acciones ni en forma natural, sino por medio de Jesucristo y por las gracias recibidas de Dios, en gran parte a través de los sacramentos, dejándole a la criatura una participación en la labor por medio de la fe y de la demostración de esa fe a través de sus obras; por medio de la difusión del amor (agapé), al creer y aceptar el ser partícipe de la naturaleza divina.

Otra diferencia entre la visión pagana y la del cristianismo era la manera que se concebía para alcanzar el cielo. Mientras algunos filósofos y escritores griegos y romanos, como Cicerón (106 a. C – 43 a. C.), imaginaban el cielo como propio de políticos, generales y hombres de estado, pues lo perfecto se relacionaba con el poder, la riqueza, la política y el imperio, los cristianos identificarían lo perfecto con Dios, que a su vez se reveló como amor (agapé), por lo que el cielo sería el estado en el cual los seres humanos estarían frente a frente con este Amor. Esto es, para los cristianos, el estado de plenitud y de perfección, propio del cielo, no se alcanzaría por medio del poder, del tener, del conocimiento, del honor o del placer, sino por medio del amor (agapé).

Siglos más tarde, en la edad media, el teólogo y poeta francés Alain de Lille, conocido también como Alanus ab Insulis (1120 d. C. – 1202 d. C.) explicaría el modelo cristiano con mayor precisión, al aclarar que nosotros, los humanos, percibimos un reflejo de la realidad como en un espejo y, por lo tanto, la vemos al revés. Es decir, que la Tierra y nosotros no estamos en el centro del universo, y que las esferas celestes no giran progresivamente alrededor de la Tierra. Según Alanus y sus contemporáneos, la realidad es lo contrario: la Tierra y nosotros estamos en la orilla, en el margen del universo, y somos nosotros los que giramos alrededor de esferas sucesivas interiores, que tienen su centro en el primer móvil, y más dentro en el Cielo mismo, que está fuera del espacio y del tiempo. Esto contradice cierta creencia actual de que la sociedad medieval veía al mundo desde una perspectiva geocéntrica o antropocéntrica. Todo lo contrario, para los pensadores medievales, los humanos somos las criaturas de los márgenes o de la periferia, que recibimos el movimiento de las esferas centrales y que nos movemos o cambiamos mucho más que ellas (por eso nos reconocemos como más mudables o «imperfectos») (Fig. 2). Las ventanas circulares o rosetones de algunos templos y catedrales medievales muestran este concepto, donde una figura divina se encuentra en el centro y está rodeada sucesivamente por una serie mayor o menor de figuras concéntricas (Fig. 3).

Fig. 2. Comparación entre la visión geocéntrica, tomada de la visión grecorromana (izquierda), y la visión cristiana medieval (derecha), en la cual Dios se ubica al centro y donde la Tierra y los seres humanos somos quienes nos ubicamos en las orillas o márgenes del universo.

Dentro de este modelo medieval, que conjuntó influencias del neoplatonismo, del platonismo y del aristotelismo, entre otras, el movimiento del Stellatum y de las esferas exteriores se originaban en el movimiento del Primum Mobile, cuyo poder, movimiento y eficacia provenía de Dios, el movedor inmóvil, «el que mueve como amado (deseado)», según Aristóteles. De acuerdo con este pensamiento aristotélico, el Primum Mobile se movía alrededor de Dios de la misma manera que alguien que desea un objeto se mueve alrededor de este. C. S. Lewis lo explica así: «El amor busca participar de su objeto, llegar a ser tan semejante a su objeto como pueda. Pero los seres finitos y creados nunca podrán compartir la ubicuidad inmóvil de Dios, así como el tiempo, por más que multiplique sus presentes transitorios, nunca podrá lograr la simultaneidad total de la eternidad. Lo más cercano a la ubicuidad divina y perfecta que las esferas pueden alcanzar es el movimiento más veloz y regular posible, en la forma más perfecta, que es la circular».

Fig. 3. Representación del modelo teocéntrico (izquierda) en el rosetón de la catedral de Chartres (derecha), en el cual Jesucristo se ubica al centro y está rodeado por capas concéntricas de ángeles y santos (Iglesia triunfante), hasta la capa más externa, donde se encuentra la Iglesia militante (el ser humano que camina actualmente sobre la Tierra).

La cosmovisión grecorromana, que pasó por el cristianismo y llegó a su culmen en la edad media, fue reemplazada luego por la visión científica moderna, la cual no explica en un solo modelo unificado todos los aspectos relacionados con el ser humano (desde la física y la astronomía hasta la psicología, las artes y la teología) como sí lo hacía su antecesora, pero satisface o soluciona de manera más simple y coherente las partes físicas específicas del universo que estudia, de acuerdo con el paradigma del progreso.

Esto quiere decir que, además del empleo del método científico, del empirismo y de los descubrimientos en la astronomía, la física y en las demás ciencias que se pretenden considerar como desvinculadas totalmente de la metafísica, otro aspecto que impulsó el reemplazo de cosmovisión alrededor del siglo diecisiete fue el cambio del paradigma o supuesto de la «edad de oro» por el del «progreso». En el modelo grecorromano a medieval, el supuesto predominante era que lo perfecto precedía a lo imperfecto. Eso llevó luego a personas y sociedades a considerar que el regresar al pasado era volver a estados más perfectos del ser, lo que se ha llamado el mito de la «edad de oro». Por esta razón se respetaban y atesoraban especialmente los escritos antiguos, pues al considerar que el pensamiento se corrompía y desintegraba con el tiempo, entonces, cuanto más antiguo fuera un escrito o una idea, mayor sería su pureza y su perfección, y mayor sería su estima y apreciación. De alguna manera este pensamiento sentó aún las bases del Renacimiento. En contraste, en la era moderna y actual, el supuesto se ha ido al extremo opuesto, hacia el mito del progreso. En este, se cree, sin tener evidencias firmes para comprobarlo —para comprobar que algunas observaciones se pueden extrapolar indefinidamente—, que el mundo se mueve hacia lo perfecto y que el futuro será siempre mejor que el presente y, más aún, que el pasado. Por esto, según el mito del progreso, lo nuevo es mejor que lo antiguo: lo nuevo tiene más atractivo que lo que ya tenemos, y lo antiguo incluso se desprecia, trátese de objetos, personas o ideas (Fig. 4). Este cambio de supuesto ha traído no solo respuestas diferentes, sino preguntas diferentes, y ello ha repercutido en una diferencia mayor con respecto del modelo de pensamiento previo.

Fig. 4. Comparación entre los supuestos o «mitos» de la «edad de oro» (izquierda), en que «lo perfecto precede a lo imperfecto», y del «progreso» (derecha), en que «lo nuevo es siempre mejor que lo antiguo».

Sin embargo, como se observó anteriormente y al contrario de ambos extremos, la cosmovisión cristiana mantenía mayormente que el universo material e imperfecto provenía de Dios, la perfección absoluta, pero también consideraba que Dios mismo llevaba a esa creación hacia su realización plena, hacia su perfección. De alguna manera podemos decir que, según esta cosmovisión, estamos en un estado intermedio: nos precede la perfección, pero al mismo tiempo somos llamados hacia la plenitud y la perfección. Dios ve nuestro pasado, presente y futuro desde su eterno presente, desde su momento justo, desde el kairós.

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Carlos AltamiranoAgo 10, 20244 min read

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que…

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

difamzacJul 26, 20242 min read

Mons. Sigifredo Noriega Barceló Semblanza Nació en la ciudad de…

Dr. Israel Sánchez Martínez

Dr. Israel Sánchez Martínez

difamzacJul 25, 20241 min read

Dr. Israel Sánchez Martínez Semblanza Estudios: • Ing. En Sistemas…

Reconozcámonos necesitados de sus cuidados, de su curación y, sobre todo, de su amor

 

Reflexiones de un padre de familia en aprietos: Cielo, eternidad y perfección —3 de 5—

Por: Carlos Altamirano-Morales

Ahora sí, veamos algunos elementos de la cosmovisión predominante en los orígenes del cristianismo, el cual se desarrolló principalmente dentro del ámbito espacial y temporal de la cultura griega, donde se escribieron los últimos libros de la Biblia, es decir, los contenidos en el Nuevo Testamento. Los supuestos de esta cosmovisión estaban también detrás de varias de las corrientes filosóficas de la época y no corresponden en forma exclusiva ni total a una de estas, aunque sí la pudieron influenciar de manera mayor o menor, de acuerdo con el caso. Y aunque titulé este escrito Cielo eternidad y perfección, considero que, para una mayor comprensión, es mejor revisar estos términos en sentido inverso. Por ello, reflexionaré primero sobre el término perfección y sus supuestos, luego sobre el término eternidad y sus supuestos, y por último sobre el término cielo y sus supuestos.

Fig. 1. Lumen in coelo (1892), del pintor mexicano José María Velasco (1840-1912), dedicada al papa León XIII.

σεσθε οὖν ὑμεῖς τέλειοι ὡς ὁ πατὴρ ὑμῶν ὁ οὐράνιος τέλειός ἐστιν.
Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48).

El primer supuesto de la época en que se desarrolló inicialmente el cristianismo es que se pensaba de alguna manera que todos los cuerpos buscan el estado de reposo que deben ocupar por naturaleza. Aristóteles fue tal vez quien desarrolló más este pensamiento, pero este se encontraba ya presente desde épocas anteriores. El estado de reposo es un estado ideal o perfecto, entendiendo el significado etimológico de la palabra «perfecto» como aquello «completamente hecho». En griego se usaba de manera similar el término τέλειος, que puede traducirse también como «completo».

De inicio, podemos observar aquí que el término perfecto, en su definición etimológica no se refiere a una «ausencia de defectos», ni a una «ausencia de errores», ni a una «ausencia de equivocaciones», sino al estado en el cual las cosas llegan a estar «completamente hechas» o «completamente realizadas». Ambas situaciones pueden parecernos similares, o podemos pensar que la condición de que algo esté «completamente hecho» implica que «no tenga defectos», pero en realidad son circunstancias distintas y creo que de la confusión de ambas es el origen del que parte el rechazo actual hacia la búsqueda de la perfección.

Por ejemplo, podríamos calificar como perfecta alguna pieza musical, digamos Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi, si la consideramos una obra artística completamente hecha, a la cual no le falta ni le sobra nota alguna, ni compás alguno ni estación alguna, para expresar lo que su autor intentó comunicar y hacer sentir a su audiencia. Si un crítico purista encuentra que, en ciertas partes de la pieza, el autor rompió o incumplió ciertas convenciones o reglas musicales particulares, algo que él, en forma individual, pudiera considerar como defecto, eso no le quita el estado de perfección final. Si a juicio de su autor una obra se considera completamente acabada o completamente terminada, entonces, la obra es perfecta.

Otro ejemplo pudiera ser la culminación del plan de estudios de un estudiante universitario. Podemos considerar que un estudiante cumplió su plan de estudios de manera perfecta, si aprobó todas las materias y requisitos necesarios por la institución educativa respectiva, incluso si en el camino presentó alguna dificultad temporal por la cual quizá tuvo que cursar dos veces una materia: Si aprendió, y a juicio de sus maestros demostró al final ese aprendizaje, entonces cumplió el programa a la perfección. Desde este concepto, lo perfecto, entendido como «completamente hecho», es una cualidad del resultado o producto final, no necesariamente de la adecuación de los pasos del proceso a ciertos estándares. Por eso, puede llegarse a la perfección en algo, independientemente del hecho de haberse presentado dificultades en el camino o no, de haberse tenido equivocaciones o no. Si al final algo está bien y completamente hecho, de acuerdo con el objetivo planteado, entonces, es perfecto.

De cierta manera, lo que tradicionalmente se entendía por «perfección» es cercano a lo que se comprende más ahora con el término «plenitud». Esto debido a que, en el estado de perfección, los cuerpos alcanzan su plenitud, la plenitud de su ser, y llegan a ser todo lo que pueden ser. La perfección del ser es la plenitud del ser.

Dentro del modelo anterior, se reconoce que los cuerpos experimentan cambios y movimientos mientras llegan a ese estado final de «reposo», o más bien de plenitud o perfección. Los cuerpos que no han llegado al estado de reposo final o de perfección son imperfectos, esto es, no están completamente hechos o terminados.

Los cambios que experimentan los cuerpos pueden incluir movimiento, mutilación y destrucción de estados intermedios en ellos y, en el caso de los seres animados, estos pueden incluir sufrimiento.

Por consecuencia, el estado final de perfección y de plenitud está ligado también al sentido de la felicidad, pues los seres humanos observamos que somos felices cuando crecemos en nuestras capacidades y habilidades y las aprovechamos, cuando alcanzamos mayores grados hacia la plenitud de nuestro ser. Y la felicidad plena se alcanza justo cuando se llega al estado de plenitud máxima, cuando se llega a la perfección, a estar completamente hechos o realizados, a ser todo lo que estamos llamados a ser. La perfección, entendida como plenitud y no como ausencia de defectos o equivocaciones en el camino, es algo buscado porque se experimenta su relación directa con la felicidad.

Por ello, según esta visión, el «estado de reposo» al que los seres humanos tendemos por naturaleza es el estado de felicidad plena, en el cual llegamos a ser todo lo que estamos llamados a ser: en el cual llegamos a la perfección.

Finalmente, observemos que, el juicio sobre la perfección de algo es potestad única de su autor, de acuerdo con la adecuación del producto final al objetivo planeado. Por lo tanto, es importante tener una idea clara de lo que las comunidades cristianas consideraban al respecto. Así, lo primero es reconocer que los cristianos consideraban, y consideran aún, que Dios es el autor de la existencia de todo ser humano. No es el ser humano quien se crea a sí mismo, sino que es Dios el autor, y a lo máximo le da al ser humano la oportunidad de ser cocreador, pero la autoría principal viene de Dios. Lo segundo es reconocer el objetivo de Dios al crear al ser humano, el «para qué» lo creo. En este punto, las palabras del libro del Génesis son claras: Dios crea al ser humano para que este sea su imagen. Ahora, si comprendemos, como lo mostró la revelación total de Jesucristo, que Dios es amor (agapé), según la primera carta de San Juan (1Jn 4, 8), entonces podemos entender que el propósito principal del ser humano es el de reflejar el amor divino, el agapé. Dicho en otras palabras, el ser humano existe para amar como Dios ama. Podemos concluir que el estado de perfección en la vida de un cristiano se alcanza cuando puede cumplir con el propósito para el cual fue hecho, cuando puede reflejar el amor de Dios, cuando puede amar como Dios mismo ama, independientemente del tiempo o de las circunstancias fáciles o difíciles que le llevaron a alcanzar ese estado; esto es lo que lo lleva a un estado de plenitud, a un estado de felicidad plena.

Καὶ ἰδοὺ εἷς προσελθὼν αὐτῷ εἶπεν· διδάσκαλε, τί ἀγαθὸν ποιήσω ἵνα σχῶ ζωὴν αἰώνιον;
Y he ahí que uno, acercándose a Él, le preguntó: «Maestro, ¿qué de bueno he de hacer para obtener la vida eterna?» (Mt 19, 16).

Es recomendable revisar también las definiciones de tiempo y de eternidad, así como sus supuestos. En la visión griega clásica, existían al menos dos palabras para expresar el sentido de tiempo: la primera era «cronos», o «chronos» (χρόνος), y la segunda «kairós» (καιρός).

Cronos es la medida del cambio, el «tiempo lineal» que puede medirse con un reloj, la sucesión de momentos y de presentes efímeros y cambiantes. Al ser tiempo (cronos) la medida del cambio, todo cuerpo mutable, o que cambia, es temporal. Todavía hoy, la primera acepción de la palabra tiempo en el diccionario de la Real Academia Española es «duración de las cosas sujetas a mudanza». Sin embargo, una vez que se llega al estado de reposo, o de perfección, el cuerpo ya no cambia —es inmutable— y por ello, el tiempo ya no le aplica. En consecuencia, en el estado de perfección o de plenitud, el tiempo (cronos) ya no existe, ya no tiene razón de ser, pues el único motivo de ser del tiempo (cronos) es el medir lo que algo tarda en llegar a su estado de reposo, o los intervalos en ese camino. Una vez que ese algo llega al estado de reposo, o de perfección, donde no cambia, el tiempo (cronos) no tiene sentido y deja de existir. Por lo tanto, el estado de perfección es atemporal, según este supuesto.

Kairós, por su parte, es el momento justo, adecuado o decisivo; el «tiempo cualitativo» y no cuantitativo, la experiencia del momento oportuno que puede ocurrir en un lapso indeterminado. Por ello, se ha denominado al kairós como «el tiempo de Dios» o el momento señalado para el propósito de Dios, pues Dios no vive en el tiempo (cronos), que es también su creación, sino que manifiesta su propósito a cada uno de nosotros en el momento justo (kairós).

Aquí entra en juego la palabra eternidad, que etimológicamente se refiere a la cualidad de lo eterno, esto es, a aquello que pertenece a lo que contrasta o sobresale por su duración, edad o vida. En griego, la palabra viene de la raíz αἰών, «eón» o «evo», que se utilizaba para designar la «duración de una vida», por lo que eterno sería lo que sobresale en ese aspecto. Se le entiende también ahora como la cualidad de no tener principio ni fin.

Sin embargo, debe aclararse que, en la visión cristiana, ser eterno no quiere decir simplemente vivir por siempre en el tiempo (cronos); sino más bien no estar sujeto al tiempo (cronos), no cambiar más. Por eso, eternidad es diferente a perpetuidad. Como diría C.S. Lewis, la perpetuidad es la mera sucesión sin fin de momentos que se acaban tan pronto empiezan, mientras que la eternidad es el fruto real y atemporal de la vida plena e ilimitada. El tiempo (cronos), «aunque multiplique sus presentes transitorios, no puede jamás alcanzar la simultaneidad total de la eternidad». Incluso, la Real Academia Española nos indica, en su cuarta acepción, que la eternidad es la posesión simultánea y perfecta de una vida interminable.

Así que podemos decir que eternidad se refiere a la cualidad de aquello que ha llegado al estado de plenitud o de perfección, y que por lo tanto ya no requiere del tiempo (cronos), que vive fuera de este, que ha llegado a comprender todo el proceso desde afuera, incluyendo lo que está fuera de ese tiempo (cronos). En consecuencia, la vida eterna es asimismo la vida plena o la vida perfecta. Cuando alguien busca la vida eterna, no busca vivir perpetuamente en un dominio de cambios, sino alcanzar la plenitud, en donde ya nada tenga necesidad de cambiar, porque se ha alcanzado el nivel máximo.

Para los cristianos, que entienden que fueron hechos a imagen de Dios, y por ello que fueron creados para reflejar el amor de Dios, la plenitud significa justamente llegar a amar como Dios ama. Este es el estado de plenitud o de perfección al que se refiere la «vida eterna».

Pero ¿es verdad que Dios habita sobre la tierra? He aquí que los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta Casa que yo acabo de edificar! (1 Re 8, 27).
ἐγώ εἰμι ὁ ἄρτος ὁ ζῶν ὁ ἐκ τοῦ οὐρανοῦ καταβάς·
Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo (Jn 6, 51).
ἰδοὺ γὰρ ὁ μισθὸς ὑμῶν πολὺς ἐν τῷ οὐρανῷ·
Pues ved que vuestra recompensa es mucha en el cielo (Lc 6, 23).
εἰσὶν ὡς ἄγγελοι ἐν τοῖς οὐρανοῖς.
Serán como ángeles en los cielos (Mc 12, 25).
Πάτερ ἡμῶν ὁ ἐν τοῖς οὐρανοῖς.
Padre nuestro que estás en los cielos (Mt 6, 9).

En griego, la palabra οὐρανοῦ es el genitivo singular de οὐρανός (uranós), que puede traducirse como «bóveda del cielo» o simplemente el «cielo». El lingüista francés Pierre Chantraine mencionó que su significado etimológico no es seguro, pero podría referirse a «aquello que da la lluvia, que fecunda» . Por otra parte, en el diccionario de la RAE, la definición de cielo es la «esfera aparente azul y diáfana que rodea la Tierra» y la «atmósfera», pero también la «morada en que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan de la presencia de Dios», la «gloria o bienaventuranza», «Dios o su providencia», y la «parte superior que cubre algunas cosas». Estas son las definiciones que la mayor parte de las personas tenemos en consideración, al menos en la cultura occidental actual. No obstante, no existe una explicación clara u obvia de la relación entre estas definiciones. ¿La morada de que se habla, se ubica físicamente en esa esfera cristalina que rodea a la Tierra?

Veamos ahora lo que se entendía en la cultura griega y en los primeros años del cristianismo por el término «cielo» o «cielos» (en plural), y los supuestos asociados, los cuales se relacionaban «coherentemente» con las observaciones que se tenían de la realidad.

Por ejemplo, siglos antes de Cristo, los griegos dedujeron que la Tierra era aproximadamente esférica. De hecho, Eratóstenes (276 a. C. a 194 a. C.) estimó con gran precisión la circunferencia de la Tierra más de doscientos años antes de Cristo.

Además, se consideraba que nuestra realidad terrena estaba constituida por cuatro elementos: tierra, agua, viento y fuego. Dado que la tierra se hunde en el agua, el aire sube a través del agua por medio de burbujas, y el fuego tiende a elevarse en medio del aire, se consideró que estos elementos tendían a ocupar su «estado natural» o «estado de reposo» en ese orden: tierra-agua-viento-fuego, y que todos los cambios y movimientos (y hasta sufrimientos) observados en la naturaleza se debían a la tendencia de esos elementos a ocupar su lugar.

Es importante notar que las acciones o «comportamientos» de la naturaleza no se comprendían entonces como «leyes», por lo que los cuerpos no «obedecían» a ciertas «leyes naturales», sino que «tendían» o se «inclinaban» hacia un lugar o el otro según sus «simpatías» o «afinidades». C.S. Lewis observó en forma aguda que ambas formas de hablar, la antigua y la moderna, son simplemente maneras de expresar los hechos en forma metafórica y hasta antropomórfica, pues si bien actualmente no concebiríamos que los cuerpos inanimados tuvieran ciertos instintos que los hicieran tener simpatías o afinidades hacia otros, tampoco esperaríamos que «obedecieran leyes» como ciudadanos en alguna de nuestras sociedades.

En lo que respecta al firmamento, había siete cuerpos celestes observables a simple vista, que se movían con respecto a las estrellas. Estos siete cuerpos celestes visibles a simple vista eran la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. Más allá, estaban las estrellas, que se mantenían fijas, inmóviles o inmutables, unas con respecto a otras, lo cual permitió agruparlas en constelaciones. Las constelaciones no cambiaban en años, décadas, siglos y milenios, a diferencia del mundo terrestre, donde las culturas y los seres vivos morían, las construcciones caían, los ríos cambiaban su curso, y las montañas explotaban o se erosionaban. Aquí abajo todo cambiaba, mientras que en el cielo todo parecía progresivamente más inmóvil, pues si bien la Luna, el Sol y los planetas parecían tener movimiento, este era en apariencia siempre el mismo, año con año, y el movimiento era menor progresivamente, hasta llegar a las constelaciones, las cuales se mantenían en apariencia sin movimiento, es decir, inmutables.

Fig. 2. Modelo cosmológico griego antiguo con los siete cuerpos celestes conocidos entonces (y los siete cielos).

Recordemos ahora que, según esta cosmovisión, cuando algo era inmutable era considerado perfecto, pues al estar completamente hecho, ya no necesitaba cambiar o moverse. Así que el cielo representaba niveles de perfección, de menor en la capa o nivel lunar, al mayor en el nivel de las estrellas o constelaciones, el Stellatum.

Según este supuesto, los espacios, regiones o niveles entre los cuerpos celestes eran los distintos «cielos» (en plural), que estaban constituidos por un quinto elemento, adicional a los cuatro de la realidad terrestre. A ese elemento que hacía brillar a las estrellas, se le conoció como éter, lo que arde, que viene de la palabra griega αἰθήρ, y esta deriva de αἴθω, que significa arder.

Observemos que la muerte y los demás cambios eran considerados propios de lugares imperfectos («no hechos» o «no terminados»), mientras que lo durable e inmutable, que no mostraba cambios, era considerado perfecto («completamente hecho»).

Por lo tanto, la Tierra era un lugar de imperfección (cambios, muerte) mientras que cada uno de los cielos era eterno (sin cambios) y cada vez más perfecto. Este era el modelo cosmológico griego, donde la órbita de la Luna marcaba el límite entre lo eterno y lo perecedero o cambiante. Sobre la órbita de la Luna dominaba el éter y bajo de esta dominaba el aire. El dominio del éter era el dominio de las cosas inmutables y perfectas, de los ángeles y dioses, mientras que el dominio del aire era el dominio de las cosas cambiantes e imperfectas, de los demonios (ángeles caídos) y hombres.

Fig. 3. Modelo cosmológico griego antiguo con los cuatro elementos de nuestra realidad terrena más el éter como el elemento celeste, los cielos o niveles de perfección y el Caelum ipsum o «cielo empíreo, habitáculo de Dios y de todos los elegidos».

Más allá del Stellatum se concebía que existía aún otra esfera, invisible para nosotros, que llamaban el primer móvil o Primum Mobile, la cual brindaba el movimiento a todas las demás. Algunos pensadores griegos como Aristóteles pensaron que más allá del Primum Mobile no había ni lugar ni vacío ni tiempo. Sin embargo, los cristianos entendieron que fuera de este cielo, digamos del mayor y último cuerpo, del espacio y de la materia, estaba el Cielo mismo, el verdadero Cielo, Caelum ipsum, luz intelectual (no material), la perfección misma y la presencia de Dios. Dante lo mencionó así en el canto XXX del Paraíso, en su Divina comedia:

Hemos salido ya —volvió a decirme—
del mayor cuerpo al Cielo que es luz pura:

luz intelectual, plena de amor;
amor del cierto bien, pleno de dicha;
dicha que es más que todas las dulzuras.

Aquí verás a una y otra milicia
del paraíso, y una de igual modo
que en el juicio final habrás de verla.

Volviendo a los pensadores, Platón (427 a. C. – 347 a. C.) y sus seguidores distinguían en general dos modos de realidad: una de ideas, a la que llaman inteligible, y otra «física», a la que llaman visible o sensible. Luego tomaron el modelo cosmológico para explicar sus relaciones.

Las ideas correspondían con la parte perfecta: el mundo ideal. Por lo tanto, las ideas eran eternas y tenían diversos grados de perfección, como las esferas celestes.

Los sentidos correspondían con la parte imperfecta: el mundo sensible real. Por lo tanto, los sentidos eran efímeros e imperfectos.

Fig. 4. Relación entre ideas y sentidos superpuesta al modelo cosmológico griego antiguo.

Más aún, los platónicos consideraban que todo lo que existe en el mundo sensible es una imagen imperfecta de lo que existe en el mundo ideal (de las ideas que los originan). En sintonía con lo anterior, el filósofo romano Boecio (480 d. C – 524 d. C.) remarcó luego que todas las cosas perfectas preceden a las cosas imperfectas.

En esta realidad, el mundo ideal se comunicaba con el mundo sensible real por medio de la palabra (logos en griego). Por medio de la palabra (logos), podemos poner en contacto o «traducir» lo que vemos en el mundo sensible en ideas. Por medio de la palabra, podemos también convertir o «reflejar» ideas en realidades sensibles (creación).

Fig. 5. Posición de la palabra, o logos, como contacto entre las ideas y los sentidos.

Así, el logos no sólo correspondería con nuestra concepción moderna de palabra, sino también con otras representaciones o agentes que servirían para comunicar lo que se siente en ideas, o viceversa (modelos a escala, relaciones, proporciones y razones matemáticas, etcétera).

El escritor romano Apuleyo (c. 125 d. C. – c. 170 d. c.), llegó en su momento a introducir el principio de la triada, que ya estaba presente de alguna manera en obras de Platón, como en diálogo titulado Timeo, y que postulaba que era imposible que dos cosas estuvieran juntas sin una tercera que las uniera y les sirviera de enlace. Según este principio, debe existir siempre un medio, pegamento o puente entre dos cuerpos que se unen. Fue así como algunos pensadores concibieron su idea del logos dentro de este principio.

Por todo lo anterior, podemos observar que el cielo, en general, era concebido como el lugar o el estado donde residía lo perfecto o pleno, en situación de eternidad, libre de los cambios propios del tiempo; y que los cielos eran las capas que formaban este cielo, las cuales eran progresivamente más perfectas al ascender.

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Carlos AltamiranoAgo 10, 20244 min read

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que…

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

difamzacJul 26, 20242 min read

Mons. Sigifredo Noriega Barceló Semblanza Nació en la ciudad de…

Dr. Israel Sánchez Martínez

Dr. Israel Sánchez Martínez

difamzacJul 25, 20241 min read

Dr. Israel Sánchez Martínez Semblanza Estudios: • Ing. En Sistemas…

Jesús pasa en medio de nosotros y nos sana. Nos regenera con la gracia del bautismo y nos renueva, como esposos, mediante el sacramento del matrimonio

Jesús pasa en medio de nosotros y nos sana. Nos regenera con la gracia del bautismo y nos renueva, como esposos, mediante el sacramento del matrimonio

Reflexiones de un padre de familia en aprietos: Cielo, eternidad y perfección —2 de 5—

Por: Carlos Altamirano-Morales

Al iniciar mi estudio y reflexión sobre el significado de la palabra cielo, así como de otras relacionadas como eternidad y perfección, en diversas cosmovisiones occidentales históricas, tuve la oportunidad de encontrar fuentes de información que me facilitaron la tarea y que me fueron muy valiosas. Entre ellas se encuentran libros como La imagen descartada, de C. S. Lewis, novelista y profesor de literatura medieval y renacentista de la Universidad de Oxford, y conferencias como la titulada Cosmología, brindada por el doctor especializado en ciencias planetarias y hermano jesuita, Guy Consolmagno, S. J., en el Colegio de Ciencia de la Universidad de Arizona en 2011.

Por la presencia e influencia de fuentes de información como las mencionadas, aclaro que con este libro no pretendo desarrollar ideas innovadoras ni aspiro a «inventar el hilo negro». Quien quiera un conocimiento técnico o académico formal y avanzado sobre estas materias puede acudir directamente a esas fuentes y a otras similares. Más bien, como aficionado a temas de lingüística, de historia, de cosmovisiones y de teología, pero sobre todo como un padre que quiere orientar lo mejor que puede a sus hijos en estos asuntos que atañen a cualquiera, mis propósitos en este libro son: (1) conocer o repasar, y luego profundizar y reflexionar sobre el significado de ciertos conceptos a través del tiempo y a través de algunas cosmovisiones, (2) compartir mis reflexiones y razonamientos al respecto, y (3) argumentar y soportar mi opinión de que esos conceptos son aún útiles, valiosos, y dignos de mantenerse en uso y de seguir desarrollando su alcance. Pues si bien, es fácil encontrar definiciones y exposiciones sobre estas palabras, su significado no es obvio al inicio para muchos de nosotros en la actualidad.

Empiezo así reconociendo que las palabras son unidades lingüísticas, signos de expresión y comunicación cuyo significado está determinado o es enriquecido en gran parte por el contexto cultural y la cosmovisión de la sociedad en la que se presentan. Y en muchos casos, sirven no solo para representar algo, sino para ayudarnos a tomar una posición o a orientarnos con respecto a aquello a lo que hacen referencia. Por ello, cuando la cosmovisión de una sociedad cambia, el significado original de ciertas palabras puede ser borroso, enmascararse, esconderse, cambiar o perderse. Curiosamente, algunas palabras resisten estos cambios y pueden utilizarse aún en la nueva cosmovisión, pero de una manera tal que las personas ya no distinguen un significado en ellas fuera de sí mismas. El significante aparentemente se convierte poco a poco en significado, pero en un significado difícil de definir por estar desconectado del original. Ya no es tan sencillo no solo encontrarle sentido al significado de ciertas palabras, sino orientarse o tomar una posición con respecto a ellas y a lo que hacen referencia. Se termina por definirlas solo en relación con supuestos sinónimos y se les adjudica luego los significados de esos presuntos sinónimos. Esto puede crear confusión, dificultad para encontrarles utilidad o incluso deseos de abandonar el uso de esas palabras, aún dentro del contexto o ámbito en el que surgieron. En lugar de que el lenguaje y vocabulario crezca, tendemos, en el mejor de los casos, a conformarnos con cambiar una palabra vieja por una nueva, o bien, en el peor de los casos, a reducir ese vocabulario y abandonar incluso el intento de reemplazo. Algo de esto puede pasar con palabras tales como cielo, eternidad y perfección.

Por ejemplo: ¿Qué significado tiene el cielo para los creyentes de hoy? ¿Es el mismo que el del cielo donde se encuentran el Sol, las demás estrellas, la Luna y los planetas? Y si hoy se distingue un cielo del otro, ¿en algún momento fue considerado el mismo? ¿Y qué decir de los escritos que hablan de «los cielos», en plural? ¿Cuáles son esos «cielos» y dónde están? ¿Qué relación tiene lo celestial con lo eterno y con lo perfecto? ¿Perfecto es meramente la ausencia de errores? ¿Qué entendemos por eterno? ¿Es lo mismo vida eterna que vivir para siempre, o por todos los años que el universo tiene por delante? ¿Siempre se pensó en el paraíso como en el «cielo», con nubes y seres con alas, o han existido otras formas de concebirlo?

Algunas de estas preguntas pueden venir no solo de escépticos o de adultos con la intención de ridiculizar las creencias religiosas de otros, sino de personas auténticamente interesadas en el tema, entre ellas nuestros propios hijos. Así, como en el ejemplo que mencioné en el capítulo anterior, si un padre compra un telescopio para ver el cielo, y sucede que la abuela acaba de fallecer y, por la fe compartida, la familia espera que ella haya «ido al cielo», ¿podrían utilizar el telescopio para verla? La respuesta sencilla y rápida es que no, porque no nos referimos al mismo cielo, pero entonces, una vez más, ¿por qué nombramos cielo a ambos?

Algunas de estas preguntas pueden venir no solo de escépticos o de adultos con la intención de ridiculizar las creencias religiosas de otros, sino de personas auténticamente interesadas en el tema, entre ellas nuestros propios hijos

Fig. 1. Paraíso y firmamento: ¿por qué nombramos cielo a ambos?

Fig. 2. Diferencias entre concepciones de la evolución como una línea simple y como un árbol.

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que no estamos solos

Carlos AltamiranoAgo 10, 20244 min read

Jesús se convierte en compañero de viaje para recordarnos que…

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

Mons. Sigifredo Noriega Barceló

difamzacJul 26, 20242 min read

Mons. Sigifredo Noriega Barceló Semblanza Nació en la ciudad de…

Dr. Israel Sánchez Martínez

Dr. Israel Sánchez Martínez

difamzacJul 25, 20241 min read

Dr. Israel Sánchez Martínez Semblanza Estudios: • Ing. En Sistemas…

Jesús nos enseña a escucharnos unos a otros, a utilizar las palabras con autoridad, que brotan de un corazón que ama

Jesús nos enseña a escucharnos unos a otros, a utilizar las palabras con autoridad, que brotan de un corazón que ama

Por: Lina y Dino Cristodoro (Alleanza di famiglie)

¡Jesús enseña como quien tiene autoridad! Libre, en absoluta autonomía de pensamiento, de juicio y de inspiración, Él enseña con sencillez. Utiliza un lenguaje claro y comprensible, con historias y ejemplos de la vida cotidiana que todos podemos entender. A través de parábolas, nos cuenta su visión del mundo y nos revela el misterio de Dios-Amor.

En la sinagoga, todos quedan asombrados al escuchar a Jesús. Cada uno se siente profundamente conmovido. Su Palabra revela a un Dios verdaderamente cercano. Escuchar a Jesús es la experiencia en la que nos sentimos acogidos en los miedos, comprendidos en las debilidades, interpretados en las necesidades y acompañados en las esperanzas. Los fariseos eran intérpretes oficiales de la ley, de la Torá, pero Jesús muestra el rostro de Dios.

Quizás nosotros también, muy a menudo, nos preocupamos más por seguir el deber que por nuestro corazón. En nuestra relación de pareja, nos encontramos en cierto punto teniendo que lidiar con una distancia que se ha creado, por diferentes motivos, porque no hemos cuidado el amor. Jesús nos enseña a escucharnos unos a otros, a utilizar las palabras con autoridad, que brotan de un corazón que ama; a cuidar a los demás, a los niños y a cada hombre que se encuentre en el camino.

Marcos nos relata un día típico para Jesús, que está marcado por la predicación, la curación de los enfermos y la oración. Jesús no descansa. En todo, da gloria al Padre, cuidando al hombre en cuerpo y espíritu. Y nos da el ejemplo. En nuestras jornadas, estamos tan absortos en las mil cosas que tenemos por hacer que olvidamos el encuentro con el amado: Jesús, la roca sobre la que hemos construido nuestra casa.

Volvamos a buscar las cosas sencillas, recuperemos el gusto por la oración, la fuerza y ​​el encanto de las parábolas, las historias de Jesús sobre nuestras vidas, llenas de vida y de esperanza.

Durante la predicación de Jesús en la sinagoga, se manifiesta el espíritu impuro que aprisionaba a un hijo de Israel y a quien Jesús ordena callar. Las palabras del diablo delatan el desprecio que Satanás tiene por la humanidad de Jesús. ¡El Espíritu de Dios da vida, mientras que el espíritu impuro aleja de ella, de Jesús!

La Palabra de Jesús es un llamado para ser libres de las fuerzas del mal, que mantienen al hombre bajo control, haciéndolo esclavo del pecado. El diablo sabe que Jesús ha venido a arruinarlo.

Jesús dice una palabra seca pero concluyente: le dice al espíritu impuro que se calle y salga de ese hombre. ¡La Palabra de Jesús libera! Es a partir de la palabra y del modo en que nos comunicamos que mostramos a quién pertenecemos, si a Dios o al pecado.

Cuánta violencia hay hoy, incluso en nuestro modo de expresarnos. Jesús dice: «¡cállate!». ¡Calla violencia, insultos, guerras y mortificaciones! Que los matrimonios cristianos sean capaces de hablar con libertad y verdad, y con la autoridad que ahuyenta cualquier espíritu de división.

También a nosotros hoy, en la Cafarnaúm de nuestras calles y de nuestros hogares, el Señor nos enseña con autoridad a través de su vida. ¡Una autoridad que no nos hace esclavos, sino libres!

(Traducido del original en italiano).

EVANGELIO
Mc 1, 21-28
No enseñaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad.

✠ Del santo Evangelio según san Marcos.

Ir al contenido