Ayer, mientras esperaba a mi amigo Gustavo Peña, afuera del sitio donde nos encontraríamos para tomarnos un café y conversar, vi a una señora sentada en la banqueta que vendía artesanías. Entre las figuras que ella vendía había unas alcancías de barro en forma de cerdito o cochinito, que llamaron inmediatamente mi atención. Así que compré una.
Gustavo llegó cuando finalizaba la transacción y me preguntó si con la compra buscaba incentivar el ahorro en mis hijos. Le contesté automáticamente que sí, pero en realidad otra idea rondaba en mi cabeza.
Lo que esta graciosa figurita provocó en mí fue el asombro al darme cuenta del destino que tendrá si se usa correctamente para lo que fue hecha. Contrasté ese destino con el de otros objetos de uso cotidiano en el pasado, y cómo hemos invertido o volteado su importancia en nuestros tiempos.
Reflexioné en el destino que tienen hoy la mayor parte de artefactos como audífonos, teléfonos celulares, y demás, sobre todo si llegan a presentar alguna avería. Lo más seguro es que si mis audífonos sufrieran una avería hoy, compraría unos nuevos y tiraría los descompuestos, mientras que, en el tiempo de mis abuelos, e incluso de mis padres, seguramente ellos habrían hecho todo lo posible por arreglarlos primero. Si sus audífonos se hubieran averiado por unos cables sueltos, hubieran sacado un cautín eléctrico y soldadura y habrían tratado de soldar esos cables. Y hubieran tratado igual a cualquier aparato o máquina: si algo se descomponía, se arreglaba; no se le cambiaba o descartaba inmediatamente. El concepto de obsolescencia programada no se entendía.
Por el contrario, este cochinito de barro era uno de los pocos, poquísimos, objetos que tradicionalmente sí estaban destinados a descartarse una vez que cumplían el propósito para el que se habían elaborado. Curiosamente, hoy la mayor parte de las alcancías son de plástico y tienen una puerta inferior por la cual puede sacarse el dinero. Ya no son objetos descartables, mientras casi todo lo demás sí lo es. ¿Qué puede significar ese cambio? ¿Nos da lástima romper el gracioso cochinito, pero no nos da el mismo sentimiento el descartar nuestros audífonos, teléfonos o automóviles?
Me parece que, al menos uno de los significados tradicionales de estas cada vez más escasas alcancías descartables, es que su propósito principal no era guardar dinero por el hecho mismo de acumularlo, sino que ese ahorro tenía un fin, y ese fin era lo esencial. Si el dinero se ahorraba para un caramelo o para comprarle un regalo al padre, ese era el propósito principal, no el ahorro o la acumulación en sí. En ese sentido, me pregunto si no hemos cambiado un poco la visión y valoramos ahora más la envoltura, el ahorro y la acumulación en sí más que el propósito y fin para el cual guardamos el dinero. El ahorro, puesto como propósito principal, o la alcancía como lo permanente, me parece algo con poco sentido, que pierde su identidad, y hasta un poco alienado y alienante.
Y tal vez lo mismo pasa con nuestra vida. ¿No nos estaremos esforzando tanto por conservarla que estemos al final perdiendo el sentido para el cual nos fue dada? ¿No estaremos valorando más la envoltura que el propósito final, y con esto quitándole el sentido e identidad a nuestra vida, y haciéndola alienada y alienante? Claro que la envoltura es valiosa y simpática, pero lo es por darnos la oportunidad de cumplir una misión, y con ello la oportunidad de una vida plena. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos», dice Jesús en el evangelio según San Juan. Esta alcancía de barro con forma de cochinito, y sin puerta inferior, me recordó de alguna manera esta frase. Quizá nuestra vida no está hecha solo para nosotros y quizá solo cobra su sentido final cuando se rompe por algún fin mayor.
Sé que no soy el primero que reflexiona sobre esto con las alcancías de barro, pero igual estoy por regalarle este cochinito a mi hijo menor y espero ver su reacción cuando lo vea y se entere de su funcionamiento. Seguramente, su respuesta también me enseñará algo más.
2 de enero de 2022.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
Del evangelio de este domingo, nos sentimos inmediatamente atraídos por el deseo expresado por los griegos: «quisiéramos ver a Jesús». Un deseo que nos une a muchos, especialmente en este tiempo de dificultad.
¡Cuántas veces nosotros, que lo hemos conocido y visto actuar en nuestra historia, en momentos de prolongada dificultad que cierran los ojos y el corazón, hemos expresado este deseo en la oración: queremos ver a Jesús! ¡Abre mis ojos, Señor, para que yo pueda verte!
La respuesta de Jesús suena bastante extraña: «si el grano de trigo no muere… queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde»: morir para dar fruto, aborrecerse a sí mismo para tener vida eterna.
En un mundo que pone en el centro al «yo», mi bien, al que todo debe estar sujeto, Jesús indica un camino diferente. Jesús no quiere alabar la muerte, sino producir mucho fruto que de ella se derive, para la vida nueva que puede surgir. La putrefacción y la muerte del grano de trigo nos indica el camino de la entrega de sí mismo hasta el extremo, por amor.
Sólo si aprendemos a morir al egoísmo, a apartar la mirada de nuestras razones y decepciones, de nuestras necesidades o deseos, a ver en el otro (cónyuge, hijos, hermanos) una persona a quien amar y a quien acoger a pesar de todo, no sólo veremos a Jesús, que nos pide ejercitar la «capacidad de amar siempre y en todo caso en la fuerza del Espíritu Santo», sino que dejaremos que otros vislumbren a Jesús ¡que está en nosotros! Y más aún en el momento del sufrimiento, de la cruz; el tiempo en el que Dios es glorificado, no sólo en la vida de Jesús, sino también en la nuestra.
Por eso, «resuena» para nosotros la voz del Padre «lo he glorificado y volveré a glorificarlo», como para recordarnos que, precisamente en la hora de la cruz (del sufrimiento más duro), tenemos la posibilidad de dar gloria a Jesús y de hacer visible al Jesús que muchos aún buscan y quieren ver.
¿Tal vez nos ha sucedido también a nosotros el ver a Jesús glorificado cuando hemos visto o experimentado un sufrimiento, incluso grande, acogido con serenidad, como una oportunidad para amar como Dios y sentirnos amados por Dios, aunque sea de forma extraña?
El evangelio nos revela entonces que todo sufrimiento, incluso el más grande, experimentado en el amor que sabe morir, que sabe perder, no sólo da buenos frutos para nosotros y para quienes viven a nuestro lado; no sólo glorifica a Jesús, sino que «atraerá a todos»
La cruz (y no sólo la de Jesús) atrae, porque muestra la belleza y la grandeza del amor que es capaz de entregarse hasta el extremo.
Más que nuestras bellas palabras y grandes gestos, los pequeños y grandes sufrimientos vividos en el amor serán pequeñas luciérnagas que, en las tinieblas, atraerán a los que andan a tientas en la oscuridad hacia Jesús, la luz verdadera, que vence todas las tinieblas y hace atravesar todo valle oscuro; que hace pasar de la muerte a la vida. Hagamos nuestra la oración : «Oh Padre…, concédenos que, en las pruebas de la vida, participemos de su Pasión, la fecundidad de la semilla que muere, para que un día seamos acogidos como buena cosecha en tu casa». Amén.
Entre los que habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de Pascua, había algunos griegos, los cuales se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: «Señor, quisiéramos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe se lo dijeron a Jesús y él les respondió: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.
El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre. Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? No, pues precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre». Se oyó entonces una voz que decía: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». De entre los que estaban ahí presentes y oyeron aquella voz, unos decían que había sido un trueno; otros, que le había hablado un ángel. Pero Jesús les dijo: «Esa voz no ha venido por mí, sino por ustedes. Está llegando el juicio de este mundo; ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Dijo esto, indicando de qué manera habría de morir.
«El que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (cfr. Jn 3). Así concluye el evangelio del cuarto domingo de Cuaresma. Un anuncio claro pero, al mismo tiempo, exigente de la Palabra de Dios que, si es aceptada, es capaz de cambiar radicalmente nuestra vida.
La misión de nosotros, los esposos cristianos, es transparentar en nuestra vida la luz hacia la que nos dirigimos y con la que brillamos: es la luz del amor continuamente ofrecido y del que tenemos la oportunidad de experimentar; el mismo amor que Jesús tiene por su Iglesia y que el Padre tiene por la humanidad entera.
Obrar conforme a la verdad en nuestra vida de pareja requiere compromiso y sentido de responsabilidad, no para salvaguardar las apariencias, sino para poder corresponder, también a través del amor hacia el otro, aquello que hemos recibido gratuitamente del Padre, «Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3).
Cuántas veces, en nuestro ambiente familiar, hemos tenido que confrontar con las incomprensiones, con las palabras de más, dichas o escuchadas; cuántas veces, en las confrontaciones con nuestro cónyuge o con nuestros hijos, hemos tenido pensamientos de venganza, cuánto sufrimiento hemos provocado por nuestro comportamiento equivocado.
Y luego, ¿cuánta amargura y desilusión, cuánto desánimo, quizás han tomado la ventaja, cuánta necesidad de arrepentirnos sinceramente, de obrar conforme a la verdad, hemos sentido después de estos episodios? ¿No deberíamos, tal vez, reconocer esos estados mentales como llamados providenciales del Espíritu que nos invitan al arrepentimiento, como esos mensajeros enviados por Dios para alertarnos de que algo en nuestras vidas y en nuestras relaciones debería ser revisado? ¿Cómo no reconocer, incluso en esto, el amor de un Dios que sigue teniendo «compasión de su pueblo y quería preservar su santuario»? (cf. 2Cr 36).
Nosotras, las familias cristianas, en la medida en que respondemos con sincera disponibilidad para preservar la comunión en nuestros hogares, a través de la comprensión mutua y el perdón, permitimos que Dios brille en nuestras vidas. E, incluso cuando podamos sentirnos desanimados por nuestras limitaciones, sabemos que podemos recurrir a la gracia del sacramento del matrimonio, alimentado por la Eucaristía y renovado por el sacramento de la reconciliación que, como nos recuerda san Juan Pablo II en 𝘍𝘢𝘮𝘪𝘭𝘪𝘢𝘳𝘪𝘴 𝘤𝘰𝘯𝘴𝘰𝘳𝘵𝘪𝘰, «ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa» (Jn 17,21)» (FC 21).
Nuestra misión, también en este tiempo, es una misión elevada: desde la conciencia de ser «familias salvadas», estamos llamados a convertirnos en «familias salvadoras», instrumentos de salvación, a través de los cuales cada hombre puede ser alcanzado por el amor de Dios. Feliz camino.
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios».
El tiempo de Cuaresma es un tiempo de purificación y de conversión, es un tiempo en el que, como personas y como cónyuges, somos instados a abrir nuestra vida personal y conyugal al Señor para que, a través de su Espíritu, nos renueve y nos ayude a dejar todas las cargas, los ídolos, las «riquezas» que nos impiden acoger y vivir su proyecto de amor.
Nuestra casa, como el templo de Jerusalén, es casa de Dios, es iglesia doméstica, lugar de oración donde el amor consagrado se hace pan en cada gesto de ternura y de servicio y revela el rostro del Esposo que, en el transcurrir cotidiano de vida, se da como don a los hombres, se convierte en Palabra de salvación. ¿Qué encontrará Jesús cuando entre en su/nuestra casa?
¿Cuántas familias, quizás también la nuestra, han hecho del «templo de Dios» un mercado, han transformado el don en comercio, el amor en ganancia, la acogida en abuso y la ternura en violencia? El gesto decisivo de Jesús contra los mercaderes del templo, a primera vista puede resultar sorprendente: Él, el manso por excelencia, utiliza un látigo para golpear y ahuyentar. En realidad, Jesús revela el rostro celoso de Dios, que muestra misericordia hacia sus hijos, pero no duda en aplastar el mal con sus seducciones y halagos. Hoy, Jesús quiere entrar en nuestra casa, dispuesto a ahuyentar y destruir aquello que nos aleja de Él, lo que nos hace vivir en la oscuridad y la indiferencia, lo que humilla y degrada la belleza del don recibido y nos invita a hacer de nuestro hogar una «casa de oración», donde la oración conjunta diaria, humilde y confiada, el amor, el perdón, la acogida y el servicio mutuo celebran el amor de Dios.
«Adorar a Dios en espíritu y verdad» para nosotros, familias, significa ver el rostro de Dios en el otro, amarlo como Él lo ama, tener en el corazón su santidad, responder a la llamada de ser «evangelio» para los hombres de nuestro tiempo, ser dóciles al Espíritu que cada día renueva el vino nuevo del amor y de la alegría para hacernos signo de su amor.
Este podría ser el tiempo para detenernos, tal vez viviendo la celebración del sacramento de la Reconciliación, el tiempo para el diálogo, el tiempo para contemplar el «Misterio», para dejarnos interpelar por la Palabra y para preguntarnos humildemente qué cosa debemos dejar para celebrar la Pascua de el Señor, que se teje en nuestras vidas.
Papa Francisco: «Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20). Así se delinea una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y, por tanto, la bendición del Señor (Amoris laetitia, 15).
Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre». En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora. Después intervinieron los judíos para preguntarle: «¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?» Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré». Replicaron los judíos: «Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho. Mientras estuvo en Jerusalén para las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él, al ver los prodigios que hacía. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que nadie le descubriera lo que es el hombre, porque él sabía lo que hay en el hombre.
Hace un par de meses, fue el día en que celebrábamos el cumpleaños de mi padre. Recuerdo que yo tendría unos seis o siete años cuando quise tener parte activa en esa celebración y en sus preparativos por primera vez. Uno o dos días antes del festejo, observé que mis hermanos mayores mostraban los regalos que habían comprado y tenían pensado entregarle. Ellos eran varios años mayores que yo, así que los veía muy grandes y sus presentes me parecían muy buenos.
—Aquí está el regalo que le daremos de parte tuya y mía —me dijo mi madre, tal vez al ver mi cara de tristeza por no tener un presente listo.
Me indicó el obsequio que ella había adquirido y envuelto, en cuya tarjeta añadiría mi nombre al suyo, como en años anteriores. Era un lindo detalle de su parte, pero en esta ocasión yo no quería regalar algo compartido. Yo quería dar algo que mi padre reconociera claramente como un regalo mío: algo personal.
¿Qué podía yo regalar a los seis o siete años? Hoy tal vez habría pensado en una tarjeta dibujada por mí. Sin embargo, en ese momento, al tener como referencia los obsequios de mis hermanos, lo único que se me ocurrió fue buscar en mi habitación y sacar todos mis ahorros: una moneda de cinco pesos que tenía guardada. Esta era seguramente el resto de algún regalo o del dinero que mi padre me había dado para comprar un bocadillo en la escuela. Le mostré la moneda a mi madre y le pregunté qué podría comprar con ella. Mi madre me miró y con gran acierto me dijo:
—Yo creo que podemos conseguir algo bueno, y si falta un poco, yo lo completo.
Al día siguiente me llevó con ella a una tienda y me propuso algunas opciones. Escogí entonces una taza de plástico semitransparente de color rojo, que me pareció muy moderna y bonita. La taza costaba cerca de diez pesos (menos de un dólar actual), así que mi madre me indicó que ella pondría el resto.
—Tu papá necesita una taza para su café, así que esta le servirá y gustará mucho —me entusiasmó mi madre.
Llegó el esperado día del cumpleaños y yo estaba muy ansioso de dar a mi padre mi regalo: «mi regalo». Esperé mi turno y lo entregué. Mi padre lo abrió y, sobrepasando todas mis expectativas, me hizo sentir que el obsequio que le di había sido su favorito. No sé si mis hermanos lo habrán notado igual, pero fue muy claro para mí. De alguna manera, mi padre se las ingenió para hacerme sentir único. A partir de entonces, lo vi usar su taza de plástico roja todos los días y con ello apartar las más costosas tazas de porcelana de la vajilla. Él usaba la taza que le regalé incluso en cenas a las que invitaba a sus amistades a nuestro hogar. Con el tiempo, la taza se agrietó en una de sus juntas, debido a su mala calidad, pero, aun así, él la conservó.
Años después, encontré esta taza en la casa de mi madre, luego de la muerte de mi papá, difunto ahora hace casi treinta años. La vieja taza aún estaba allí. Ya siendo yo un adulto, noté lo barata que era. Noté que el dinero con el que mi madre había completado el pago, aunque poco, procedía también de mi padre, pues en ese tiempo ella no tenía un empleo remunerado ni otra fuente de ingresos. Noté que los presentes de mis hermanos venían del dinero que les había llegado de alguna manera también de mi padre. ¿Qué representaban entonces estos regalos para mi papá? ¡Eran regalos que habían sido comprados con su propio dinero! Me conmovió entonces la forma cariñosa como él recibió tanto mi obsequio, como, ahora lo entiendo, los de mis hermanos que, si bien más costosos que el mío, seguramente tampoco eran espectaculares.
Pocos días después de recordar esto, participaba en la Celebración de la Eucaristía con mi familia y el canto del ofertorio llamó particularmente mi atención. Le presentábamos y ofrecíamos a Dios algo más que las monedas y billetes que se colectaban: le ofrecíamos nuestras penas y alegrías, nuestro trabajo; en fin, nuestro ser. Un ser que fue creado con el propósito de irradiar el amor de Dios y ser su reflejo. Pero ¿qué podían representar todas estas cosas y acciones finitas, provenientes de personas pecadoras e imperfectas, para un Dios infinito y perfecto? Él nos recordó que quería misericordia y no sacrificios, pero incluso en ese caso, ¿cuántas obras de misericordia tendríamos que hacer para ofrecerle algo acorde a su dignidad?
Entonces vino la consagración. Jesucristo se entregaba para ofrecerse al Padre por nosotros. Allí se aclaró esa imagen que traía desde hacía unos días. De cierto modo, era como si Dios nos diera lo necesario para que nuestra ofrenda fuera válida y suficiente. Claro, en este caso la ofrenda o regalo no era una baratija como mi taza, sino algo con valor infinito y perfecto, propio de una ofrenda a Dios: Se trataba de su propio Hijo. Y de alguna manera comprendí lo necesario de este sacrificio y ofrenda de Jesús como «complemento» a nuestra ofrenda u ofrecimiento cada vez que lo hacemos: diario, si es posible, o al menos una vez a la semana. Un «complemento» que no vale solo el doble que «el mío», como aquel complemento con que mi madre me ayudó hace años, sino uno infinitamente más valioso que el de mi parte.
Observé claramente que necesitamos del sacrificio de Jesús todos los días, que el sacrificio de Jesús no es solo una conmemoración de aquel ocurrido hace dos mil años, sino que realmente ocurre en cada Celebración de la Eucaristía. Solo por Él, con Él y en Él, podemos cumplir nuestro cometido y tener un ofrecimiento de valor, diario o semanal, que presentar al Padre. No obstante, después me pregunté: ¿Reconocerá Dios en la ofrenda, esa pequeña parte mía? ¿Esa pequeña parte que consiste a lo mucho en una intención y en una respuesta, que para colmo no siempre es firme?
Bueno, recuerdo hoy aquel cumpleaños, y por ello confió en que, así como mi padre apreció esa taza de plástico barata para la cual yo aporté únicamente una porción menor, con más razón, Dios aprecie la ofrenda y alabanza hecha por, con y en Jesucristo.
Y espero y confío en que María, nuestra madre, esté también siempre allí con nosotros, para asesorarnos, apoyarnos y ayudarnos a no caer en ese desánimo de sentir que nada tenemos para dar. Una madre que nos recuerde que aun una taza de plástico puede valer mucho para un Padre que nos ama.
Enero de 2017.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
El evangelio de este domingo nos hace vivir la bellísima experiencia de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Ante los ojos de los discípulos, el cuerpo de Jesús, humanamente semejante al nuestro, se transfigura, mostrando su divinidad y regalando un anticipo de la gloria de la resurrección. Nuestro cuerpo, de hecho, como nos recuerda san Pablo, será transfigurado por Jesús «en un cuerpo glorioso como el suyo».
Sin embargo, la transfiguración no es un acontecimiento que concierne a un futuro lejano, sino que es un misterio que se presenta todos los días y que estamos llamados a vivir de primera mano.
Cada día en la eucaristía, Jesús se transfigura, dándonos a todos la posibilidad de convertirnos en muchos tabernáculos vivos, canales de gracia capaces de difundir su amor al resto del mundo. Durante la Santa Misa, en unión con Jesús, tenemos la posibilidad de disfrutar del momento más elevado de comunión con Dios.
La experiencia de la transfiguración se repite incesantemente también al interior de nuestras familias: los esposos que se alimentan del cuerpo de Cristo pueden mirarse transfigurados, con los ojos de Dios. Su cuerpo, templo del Espíritu Santo, se transfigura cada vez que se convierte en don de amor para los demás, ¡y la familia se convierte así en lugar de transfiguración! El sacramento del matrimonio nos permite actualizar permanentemente la presencia de Jesús vivo en nuestra historia de pareja. Si el amor entre el hombre y la mujer es imagen del amor trinitario, ¡no podemos dejar de experimentar a Jesús transfigurado entre nosotros!
¿Acaso no es «transfiguración» cuando una familia reunida en oración se convierte en una pequeña iglesia doméstica? ¿O cuando los dos cónyuges ofrecen su cuerpo, su tiempo y sus esfuerzos para la educación de sus hijos y para el servicio de los más pobres?
El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre la familia, afirma que «es conmovedora y muy bella esta irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia». Nuestros cuerpos se transfiguran cada vez que se ponen al servicio de la humanidad que sufre y se ofrecen como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios.
Pidamos entonces a Jesús que nos haga saborear con el mismo asombro que Pedro, Santiago y Juan el misterio de la transfiguración que se manifiesta en nuestras familias, para que podamos reconocer la voz del Padre que proclama: «Este es mi Hijo amado; escúchenlo».
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
𝘌𝘴𝘵𝘦 𝘦𝘴 𝘮𝘪 𝘏𝘪𝘫𝘰 𝘢𝘮𝘢𝘥𝘰.
✠ Del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se transfiguró en su presencia. Sus vestiduras se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr sobre la tierra. Después se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué a gusto estamos aquí! Hagamos tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». En realidad no sabía lo que decía, porque estaban asustados.
Se formó entonces una nube, que los cubrió con su sombra, y de esta nube salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado; escúchenlo».
En ese momento miraron alrededor y no vieron a nadie sino a Jesús, que estaba solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó que no contaran a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos guardaron esto en secreto, pero discutían entre sí qué querría decir eso de ‘resucitar de entre los muertos’.
CIELO, ETERNIDAD Y PERFECCIÓN: REFLEXIONES DE UN PADRE DE FAMILIA EN APRIETOS
Por: Carlos Altamirano-Morales
EL CIELO Y LA IGLESIA CATÓLICA
Revisemos ahora lo que la Iglesia Católica define actualmente como cielo. Dentro de la tradición cristiana, la Iglesia Católica tiene registro de las abundantes meditaciones y razonamientos que se han dado en su interior a lo largo de dos mil años sobre este y otros conceptos relacionados que se encuentran en las Sagradas Escrituras. Algunas de estas meditaciones y consideraciones han sido compiladas en el Catecismo de la Iglesia Católica, cuya versión latina fue presentada en 1997 como una exposición completa e íntegra de la doctrina católica. En este documento podemos observar algunas definiciones y aclaraciones sobre el término «cielo», que sirven de enlace con los conceptos tradicionales vistos anteriormente y que ayudan a comprender más su uso, no solo dentro del catolicismo, sino dentro de toda la tradición cristiana en común, y posiblemente dentro de la tradición judeocristiana en mayor amplitud.
Primeramente, en el número 326 de este catecismo, la Iglesia aclara la diferencia entre cielo y tierra en la tradición cristiana. «La tierra», es el mundo de los hombres, mientras que «el cielo» o «los cielos» designan el «lugar» propio de Dios. Menciona además que «cielo» es la gloria escatológica, que indica el «lugar» de las criaturas espirituales —los ángeles— que rodean a Dios. Curiosamente, en el mismo número podemos leer que «el cielo» o «los cielos» pueden designar también el firmamento.
Más adelante, en el número 1023, el catecismo indica que las almas de todos los santos «estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles» y aclara que los que están ahí, están más íntimamente unidos con Cristo.
Un número más adelante, el 1024, amplía el concepto e indica que se llama «el cielo» a esta «vida perfecta con la Santísima Trinidad, a esta comunión de vida y de amor con ella». Y aclara que el cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
En el número 1025, se aclara aún más que vivir en el cielo es «estar con Cristo», es vivir «en Él». Y continúa indicando que el cielo es donde el ser humano encuentra verdadera identidad, su propio nombre.
En el número 1026, leemos que «la vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo» y que «el cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él».
En el número 1027, se aclara que «este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso». Esto es, el cielo es y será para el cristiano solo una imagen o representación parcial de algo mucho mayor, que no puede ser representado ni comprendido en su totalidad por nosotros en nuestra vida terrena.
Sin embargo, podemos conocer al menos algo, pues en el número 1028 se lee que, si bien Dios no puede ser visto, «Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica»», que implica «tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo…, de las alegrías de la inmortalidad alcanzada». Este honor también es el cielo.
En el número 1029 leemos que la vida en el cielo no es estática ni aburrida y menos la de un centro vacacional: «En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera».
En el número 1042 se indica que «al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud», y que «sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo […] cuando llegue el tiempo», cuando el universo entero, «quede perfectamente renovado en Cristo».
Fig. 1. «En la gloria celeste, […] también la creación entera […] será perfectamente renovada en Cristo» (LG 48).
En el número 1043 se indica que la sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación que trasformará la humanidad y el mundo, y que «será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza”».
Luego, en el número 1326, se menciona que, por la celebración eucarística, nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna, cuando Dios será todo en todos.
Más adelante, en el número 2794, el catecismo aclara que, cuando en la oración del Padre Nuestro, se menciona que Dios Padre está en el cielo, este cielo «no significa un lugar» [espacio] sino «una manera de ser»; «su majestad». Estar en el cielo no significa que Dios Padre está «en esta o aquella parte» (física), sino que está «por encima de todo» lo que puede el hombre concebir (en cuanto a santidad divina, a consideración e importancia). Por ello, entiendo que, para un cristiano, el declarar que Dios Padre está en el cielo, significaría en un inicio el declarar que Dios ocupa el primer lugar dentro de cualquier orden de prioridades; el lugar principal o «prioridad uno» de amores, afectos y consideraciones antes de cualquier acto, pensamiento o expresión. Pero incluso sería considerar aún más que eso, porque Dios no es primero de cada una de estas categorías, como si fuera uno más de sus miembros, ni aún el más importante, sino que está sobre todas ellas: las sostiene, las «engloba» y les da la posibilidad de ser. Por ello, se dice que está más allá de lo que podemos concebir acerca de la santidad divina.
Por otra parte, se adiciona que, en caso de querer insistir en definir al cielo como un lugar, podríamos ubicarlo o entenderlo como el corazón de los justos, donde Dios habita: «Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el Cielo” hay que entenderlas en relación con el corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca». De esta manera, añadía San Cirilo de Jerusalén, «el “cielo” bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea».
En el número 2795 se lee que el símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada. La Casa del Padre es, por tanto, nuestra «patria». De la patria de la Alianza, el pecado nos ha desterrado, y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver. En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra, porque el Hijo «ha bajado del cielo», solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión.
Luego, en el número 2796, se menciona que, cuando la Iglesia ora diciendo «Padre nuestro que estás en el cielo», profesa que somos el Pueblo de Dios «sentado en el cielo, en Cristo Jesús», «ocultos con Cristo en Dios», y al mismo tiempo «gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial». Por ello, «los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo».
Estas son solo algunas de las menciones del cielo en el Catecismo de la Iglesia Católica y por ellas entendemos que el cielo es una manera de ser, el estado de estar en presencia de Dios, la realización de las aspiraciones más profundas del ser humano, el estado supremo y definitivo de su dicha, o el estado de plenitud.
CONSIDERACIONES ADICIONALES
En los escritos y mensajes cristianos actuales se habla mucho de la salvación que nos vino por Jesucristo, la que se refiere a la sanación del pecado, esa especie de enfermedad espiritual que nos aleja del cielo y de Dios. Sin embargo, como mencionan algunos teólogos contemporáneos, como Scott Hahn, no solo es importante mencionar «de qué» nos salva Jesús, sino «para qué» nos salva, pues esta es la pregunta fundamental.
Uno de los pasajes de las Sagradas Escrituras más reveladores para encontrar esa respuesta está en la segunda carta de San Pedro, donde se nos dice: «…nos han sido obsequiados los preciosos y grandísimos bienes prometidos, para que merced a ellos llegaseis a ser partícipes de la naturaleza divina…». Ser partícipes de la naturaleza divina es lo que en otros pasajes equivale a ser «hijos de Dios», a ser «hijos en el Hijo».
Como menciona el catecismo en su número 294: «La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de nosotros «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia»: «Porque la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la vida a los que ven a Dios». El fin último de la creación es que Dios, «Creador de todos los seres, sea por fin «todo en todas las cosas», procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad».
Esta es la razón de la venida de Jesucristo y de la salvación que nos dio. En el número 460 del catecismo se ahonda más en esta cuestión y se indica: «El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza divina«: «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios«. «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres«.
Y dado que, según se nos ha revelado, Dios es amor, entonces participar de su naturaleza divina significa participar de su amor, ser reflejo de su amor, amar como Él ama. El motivo para el cual Jesús nos ha salvado del pecado es para que podamos recobrar la imagen de Dios en nosotros, para que recobremos nuestra participación de la naturaleza divina y podamos, en Él, amar como Él ama; no como nosotros pensamos que es amar, sino como Él nos lo ha mostrado. Solo así lograremos la plenitud de nuestro ser, la perfección y lograremos la vida eterna y estar en el cielo.
PUNTOS FINALES
Por lo que he mencionado previamente, he advertido que el cielo al que se refiere la Iglesia y el cristianismo en la actualidad no es un lugar en el espacio, sino una manera de ser sobre las demás, la vida perfecta en comunión con la Santísima Trinidad, el estado supremo en el cual el ser humano se encuentra frente a Dios y en el que alcanza la plenitud del ser en el amor, llega a la perfección y a la vida eterna, en la cual ya no está sujeto a cambios ni al tiempo, y en la que le es dada la posibilidad de ser partícipe de la naturaleza divina, de ser partícipe del amor.
De alguna manera, he observado que lo que se entiende por alcanzar la vida eterna es equivalente a lograr la plenitud de la vida, o a lograr la vida perfecta o completa, o a «vivir en el cielo». Vida eterna, plenitud, perfección, eternidad y vivir en el cielo son vocablos que, si bien no son sinónimos en el sentido estricto, sí están tan entrelazados que pudieran intercambiarse en algunas frases, ya que en el fondo señalan el estado en el cual el ser humano es capaz de amar como Dios ama.
Lo anterior me ha llevado a reconocer también que el verdadero y definitivo premio o regalo al que puedo aspirar como ser humano es justamente participar de la naturaleza divina; esto es, tener la posibilidad de reflejar el amor de Dios o, una vez más, amar plenamente como Dios. ¿Qué puede ser más valioso?
Por eso, debemos replantearnos la importancia de «portarnos bien». En nuestra infancia, cuando los adultos nos ordenaban «portarnos bien», esto era traducido por nosotros en forma negativa como «no hacer travesuras»: quedarnos quietos, aburrirnos. No obstante, «portarnos bien» significa mucho más para los cristianos, y no es algo aburrido, sino un reto mayor. «Portarnos bien» no es solo dejar de hacer «cosas malas», sino hacer «cosas buenas». «Portarnos bien» es hacer lo que estamos llamados a hacer, ejecutar nuestra misión de manera correcta y completa, ser santos, cumplir la voluntad de Dios, que no es otra que amarlo y amar a nuestros semejantes como Él mismo nos ama. Y esto no lo hacemos para tener después la oportunidad de hacer lo contrario, ni siquiera para hacer cualquier otra cosa, pues no hay otra cosa más importante ni mejor. Entonces, notemos que el proceso a seguir no se trata de «“portarnos bien” para recibir el cielo como premio», como si el cielo se tratara de un lugar de ocio y diversión mediocre sin fin, como compensación por nuestra quietud y aburrimiento. Más bien, se trata de «aceptar la invitación de Jesús, quien ha abierto las puertas del cielo para nosotros, para cambiar nuestra disposición mental, llevar nuestras mentes más allá (μετανοεῖτε) y creer verdaderamente que somos hijos de Dios en Él, que somos “capaces de Dios”, para recibir el “portarnos bien” como premio». Sí, Jesús nos ha abierto las puertas del cielo al entregar su cuerpo por nosotros y el «portarnos bien» es el premio cuando aceptamos creer, cambiar y ampliar nuestra mente, ir y permanecer en Él en ese estado de hijos de Dios, dado que así, en Él, nos convertimos en la imagen de Dios, somos el reflejo de su amor, amamos como Él ama, participamos de su naturaleza divina y alcanzamos la plenitud en la vida y la verdadera felicidad. Y por si fuera poco, Él nos ayuda a alcanzar este premio con su gracia y los sacramentos.
Al avanzar en nuestra vida, observamos con frecuencia que a las personas que queremos amar más son a quienes más perjudicamos o a quienes dañamos con mayor intensidad, y notamos que estropeamos todo al final, aunque ese no fuera nuestro propósito al inicio. Entonces, es cuando entendemos que la oportunidad de amar verdaderamente, sin riesgo de estropear nada ni dañar a nadie, es un gran obsequio: es el gran regalo. No es quedarnos quietos y estáticos, es amar y amar de manera verdadera, plena e ilimitada. Entiendo que esto es algo que debo meditar más, sobre todo desde el punto de vista escatológico que no he tocado en este escrito. Sin embargo, lo que quiero resaltar es que no podemos menospreciar el mayor don que Dios nos ha brindado, que es la posibilidad de ser sus hijos, partícipes de su naturaleza divina; y dentro de ello, el ser capaces de amar como Él ama es el gran premio.
Por último, entiendo que el modelo griego y medieval que sirvió de base para acuñar las ideas y los vocablos que he revisado aquí no es aceptado ya en el sentido físico ni en el sentido astronómico. Sin embargo, la estrecha relación entre algunos elementos de esta cosmovisión, como lo son los conceptos de perfección, eternidad y cielo, constituye una guía valiosa para entender mejor el mensaje de las Sagradas Escrituras y para alcanzar la plenitud y la felicidad. Estos términos, en conjunto, pueden ayudarnos a comprender mejor la buena nueva de Jesús y a encontrar el sentido de nuestras vidas y, por lo tanto, considero que deben usarse y conservarse. Más aún, opino que todavía es de gran beneficio el estudiar el modelo cosmológico que los originó, pues si bien este ya no es el mejor para explicarnos el movimiento de los astros o de la materia en general, sí sirve para describir y entender las relaciones de las palabras o los elementos estudiados.
Así que mantengo mi posición inicial de considerar útil y recomendable el uso de las palabras firmamento y paraíso, para diferenciar ciertos aspectos de la realidad. Sin embargo, luego de lo aprendido y reflexionado, encuentro que la palabra cielo también debe mantenerse y emplearse como un vocablo valioso y de uso frecuente, debido a que tiene una interrelación muy clara con las palabras eternidad y perfección, y en consecuencia con aspectos fundamentales del ser humano como la búsqueda de una vida plena, la felicidad y el amor.
Finalizo aquí este escrito que inicié en 2005. He empleado alrededor de diez años en registrar mis aprendizajes y reflexiones sobre el tema. Mi hija ya no es aquella niña con la que salía a alquilar videocintas, aunque continúa formulando preguntas que me son difíciles de contestar y me ponen en aprietos. Sin embargo, en este tiempo, he podido compartir con ella y con sus hermanos menores algunos de los textos que he consultado, así como mis meditaciones y cavilaciones sobre este asunto. Y todo esto me ha brindado la oportunidad de entablar conversaciones muy interesantes con todos ellos y con mi esposa, pero, sobre todo, me ha dado la ocasión para admirar y agradecer a Dios por la esperanza de poder estar algún día frente a Él, junto a mis seres queridos, en la eternidad.
Trujillo, 2005 – Zacatecas, 2015.
Esta reflexión está disponible también en video en YouTube en los siguientes enlaces: video 1, video 2 y video 3.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
Si intensificamos la oración y la escucha de la Palabra de Dios, podemos encontrar la fuerza necesaria dentro de la maravillosa aventura conyugal y familiar
El evangelio del primer domingo de Cuaresma nos invita a tomar conciencia de la tentación, de los mecanismos deshumanizantes y divisorios que habitan en nuestro corazón y condicionan nuestra manera de vivir la vocación cristiana, matrimonial, la vida familiar y las relaciones interpersonales. Aunque no nos demos cuenta, somos una maraña de luces y sombras.
Aunque deseamos hacer el bien, muchas veces no podemos hacerlo por las frecuentes regurgitaciones egoístas que afloran inexorablemente en nuestra vida (Rom 7, 20). Sucede, por ejemplo, que después de años de matrimonio, las microfracturas experimentadas a nivel relacional, cada vez más ignoradas y no afrontadas, explotan sorprendentemente, produciendo frutos de separación, dejando lugar a sentimientos de odio, venganza, rabia y ferocidad.
No es una cuestión de destino, sino un modo de ser y de vivir en el total desconocimiento y desatención del mundo interno y externo que nos constituye. En la escuela de Jesús, como familia, podemos detenernos, en este período cuaresmal para reencontrar momentos de calma interior y exterior (Is 30, 5; Lam 3, 26), contra cada prisa y aceleración, para comprender el valor de las cosas que hacemos, para verificar las motivaciones que inspiran nuestra manera de hablar, ver, vivir y actuar.
El Papa Francisco nos exhorta a estar atentos a las tentaciones de la apatía, la resignación y la desconfianza, «que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente». Se trata de tres maneras erróneas de vivir las relaciones que a menudo pueden insinuarse también al interior de las familias, sobre todo cuando cedemos a la costumbre y al aburrimiento (apatía), a la sospecha y al miedo (desconfianza), a la falta de asombro ante el milagro del amor que se renueva cada día (resignación).
Si intensificamos la oración y la escucha de la Palabra de Dios, podemos encontrar la fuerza necesaria para alimentar actitudes de confianza y de estima, de alegría y de gratitud, de paciencia y de creatividad, dentro de la maravillosa aventura conyugal y familiar. Recuperar la dimensión de la verdad, de lo esencial, de lo que edifica, construye, hace crecer en el amor, en la acogida mutua, en el perdón y en la atención atenta y discreta, es más urgente que nunca para avanzar en el camino de la conversión y para perfeccionar el arte del discernimiento.
Que el Espíritu Santo, fiel compañero de Jesús, nos guíe con mayor intensidad en el tiempo del combate espiritual, para que resplandezca en nuestros corazones el Evangelio de Dios, la fuerza transformadora de la presencia amorosa y llena de ternura de Dios Padre. Probemos el dirigir nuestra mirada de fe a Cristo crucificado, tal vez repitiendo las palabras del profeta Jeremías: «Si me haces volver a ti, yo volveré, porque tú, Señor, eres mi Dios» (Jer 31,18).
Papa Francisco:
«¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso? […] La Palabra de Dios es fuente de vida y espiritualidad para la familia» (Amoris laetitia, n. 227).
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
𝘍𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯𝘵𝘢𝘥𝘰 𝘱𝘰𝘳 𝘚𝘢𝘵𝘢𝘯á𝘴 𝘺 𝘭𝘰𝘴 á𝘯𝘨𝘦𝘭𝘦𝘴 𝘭𝘦 𝘴𝘦𝘳𝘷í𝘢𝘯.
✠ Del santo Evangelio según san Marcos 1, 12-15
En aquel tiempo, el Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes, y los ángeles le servían.
Después de que arrestaron a Juan el Bautista, Jesús se fue a Galilea para predicar el Evangelio de Dios y decía: «Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio».
CIELO, ETERNIDAD Y PERFECCIÓN: REFLEXIONES DE UN PADRE DE FAMILIA EN APRIETOS
Por: Carlos Altamirano-Morales
DIFERENCIAS ENTRE LAS VISIONES GRECORROMANA Y CRISTIANA
El cristianismo surgió dentro de la atmósfera intelectual brindada por el platonismo y el neoplatonismo, y por lo tanto compartió muchos elementos con estas corrientes filosóficas. Sin embargo, se diferenció también de estas en algunos aspectos importantes, que tenían que ver sobre todo con conceptos como la creación, la caída, la redención y la resurrección.
Fig. 1. Rosetones (vitrales circulares) de catedrales medievales que muestran visión cristocéntrica, y no geocéntrica, del cristianismo. Izquierda: Rosetón norte de la catedral de Notre Dame, Francia. Centro: Rosetón de la catedral de Chartres, Francia. Derecha: Rosetón sur de la catedral de Notre Dame, Francia.
Por ejemplo, para los neoplatónicos, el cielo era un lugar para almas puras, mientras que el mundo material sublunar era algo impuro y hasta malvado. En consecuencia, el cuerpo humano se juzgaba como una prisión, donde el alma estaba encadenada mientras purgaba una especie de condena que acababa con la muerte, luego de la cual el alma volvía a su origen celestial. Por el contrario, para los cristianos, que heredaron el concepto de la creación buena y deseada del libro del Genesis, ni el mundo físico en general ni el cuerpo en particular serían malos en origen y, por lo tanto, luego de reconocer aspectos como la caída y la redención, la resurrección al final de los tiempos se consideraría como total, de cuerpo y alma, no solo de esta última. De hecho, la influencia del pensamiento neoplatónico, y su tendencia de considerar buena al alma y malo al cuerpo, fue el origen de algunas de las primeras herejías cristianas relacionadas con lo que se denominó gnosticismo, que ha resurgido parcialmente de tiempo en tiempo dentro de algunas corrientes puritanas.
Por otra parte, por el principio de la triada, algunos platónicos y neoplatónicos creían imposible la comunicación directa de los seres humanos con Dios (o dioses), a no ser a través de seres intermedios, o intermediarios, como ángeles y demonios. Sin embargo, los cristianos considerarían que la comunicación directa entre ellos y Dios sí sería posible, sobre todo en el Logos, «en Cristo», al considerarse ellos parte integrante del cuerpo de Cristo, en la Iglesia. Y cabe aclarar que, para los cristianos, Jesucristo, el Logos, no sería simplemente un intermediario entre Dios y los seres humanos, sino que sería la manifestación o revelación misma de Dios con ellos, sería Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. La visión pagana del Logos como un intermediario o una deidad inferior originaría después herejías como la arriana.
Más aún, muchos filósofos griegos de la época creían que, después de la muerte, el alma volvía naturalmente al cielo, de donde había partido, o bien que el ser humano era capaz de ganar un lugar en ese cielo con sus actos perfectos. En contraste, para los cristianos, el ser humano habría sido creado desde su origen como cuerpo y alma, y no sería capaz de llegar al cielo sólo por sus propias acciones ni en forma natural, sino por medio de Jesucristo y por las gracias recibidas de Dios, en gran parte a través de los sacramentos, dejándole a la criatura una participación en la labor por medio de la fe y de la demostración de esa fe a través de sus obras; por medio de la difusión del amor (agapé), al creer y aceptar el ser partícipe de la naturaleza divina.
Otra diferencia entre la visión pagana y la del cristianismo era la manera que se concebía para alcanzar el cielo. Mientras algunos filósofos y escritores griegos y romanos, como Cicerón (106 a. C – 43 a. C.), imaginaban el cielo como propio de políticos, generales y hombres de estado, pues lo perfecto se relacionaba con el poder, la riqueza, la política y el imperio, los cristianos identificarían lo perfecto con Dios, que a su vez se reveló como amor (agapé), por lo que el cielo sería el estado en el cual los seres humanos estarían frente a frente con este Amor. Esto es, para los cristianos, el estado de plenitud y de perfección, propio del cielo, no se alcanzaría por medio del poder, del tener, del conocimiento, del honor o del placer, sino por medio del amor (agapé).
Siglos más tarde, en la edad media, el teólogo y poeta francés Alain de Lille, conocido también como Alanus ab Insulis (1120 d. C. – 1202 d. C.) explicaría el modelo cristiano con mayor precisión, al aclarar que nosotros, los humanos, percibimos un reflejo de la realidad como en un espejo y, por lo tanto, la vemos al revés. Es decir, que la Tierra y nosotros no estamos en el centro del universo, y que las esferas celestes no giran progresivamente alrededor de la Tierra. Según Alanus y sus contemporáneos, la realidad es lo contrario: la Tierra y nosotros estamos en la orilla, en el margen del universo, y somos nosotros los que giramos alrededor de esferas sucesivas interiores, que tienen su centro en el primer móvil, y más dentro en el Cielo mismo, que está fuera del espacio y del tiempo. Esto contradice cierta creencia actual de que la sociedad medieval veía al mundo desde una perspectiva geocéntrica o antropocéntrica. Todo lo contrario, para los pensadores medievales, los humanos somos las criaturas de los márgenes o de la periferia, que recibimos el movimiento de las esferas centrales y que nos movemos o cambiamos mucho más que ellas (por eso nos reconocemos como más mudables o «imperfectos») (Fig. 2). Las ventanas circulares o rosetones de algunos templos y catedrales medievales muestran este concepto, donde una figura divina se encuentra en el centro y está rodeada sucesivamente por una serie mayor o menor de figuras concéntricas (Fig. 3).
Fig. 2. Comparación entre la visión geocéntrica, tomada de la visión grecorromana (izquierda), y la visión cristiana medieval (derecha), en la cual Dios se ubica al centro y donde la Tierra y los seres humanos somos quienes nos ubicamos en las orillas o márgenes del universo.
Fig. 3. Representación del modelo teocéntrico (izquierda) en el rosetón de la catedral de Chartres (derecha), en el cual Jesucristo se ubica al centro y está rodeado por capas concéntricas de ángeles y santos (Iglesia triunfante), hasta la capa más externa, donde se encuentra la Iglesia militante (el ser humano que camina actualmente sobre la Tierra).
CAMBIOS CON LA VISIÓN CIENTÍFICA MODERNA
La cosmovisión grecorromana, que pasó por el cristianismo y llegó a su culmen en la edad media, fue reemplazada luego por la visión científica moderna, la cual no explica en un solo modelo unificado todos los aspectos relacionados con el ser humano (desde la física y la astronomía hasta la psicología, las artes y la teología) como sí lo hacía su antecesora, pero satisface o soluciona de manera más simple y coherente las partes físicas específicas del universo que estudia, de acuerdo con el paradigma del progreso.
Esto quiere decir que, además del empleo del método científico, del empirismo y de los descubrimientos en la astronomía, la física y en las demás ciencias que se pretenden considerar como desvinculadas totalmente de la metafísica, otro aspecto que impulsó el reemplazo de cosmovisión alrededor del siglo diecisiete fue el cambio del paradigma o supuesto de la «edad de oro» por el del «progreso». En el modelo grecorromano a medieval, el supuesto predominante era que lo perfecto precedía a lo imperfecto. Eso llevó luego a personas y sociedades a considerar que el regresar al pasado era volver a estados más perfectos del ser, lo que se ha llamado el mito de la «edad de oro». Por esta razón se respetaban y atesoraban especialmente los escritos antiguos, pues al considerar que el pensamiento se corrompía y desintegraba con el tiempo, entonces, cuanto más antiguo fuera un escrito o una idea, mayor sería su pureza y su perfección, y mayor sería su estima y apreciación. De alguna manera este pensamiento sentó aún las bases del Renacimiento. En contraste, en la era moderna y actual, el supuesto se ha ido al extremo opuesto, hacia el mito del progreso. En este, se cree, sin tener evidencias firmes para comprobarlo —para comprobar que algunas observaciones se pueden extrapolar indefinidamente—, que el mundo se mueve hacia lo perfecto y que el futuro será siempre mejor que el presente y, más aún, que el pasado. Por esto, según el mito del progreso, lo nuevo es mejor que lo antiguo: lo nuevo tiene más atractivo que lo que ya tenemos, y lo antiguo incluso se desprecia, trátese de objetos, personas o ideas (Fig. 4). Este cambio de supuesto ha traído no solo respuestas diferentes, sino preguntas diferentes, y ello ha repercutido en una diferencia mayor con respecto del modelo de pensamiento previo.
Fig. 4. Comparación entre los supuestos o «mitos» de la «edad de oro» (izquierda), en que «lo perfecto precede a lo imperfecto», y del «progreso» (derecha), en que «lo nuevo es siempre mejor que lo antiguo».
Sin embargo, como se observó anteriormente y al contrario de ambos extremos, la cosmovisión cristianamantenía mayormente que el universo material e imperfecto provenía de Dios, la perfección absoluta, pero también consideraba que Dios mismo llevaba a esa creación hacia su realización plena, hacia su perfección. De alguna manera podemos decir que, según esta cosmovisión, estamos en un estado intermedio: nos precede la perfección, pero al mismo tiempo somos llamados hacia la plenitud y la perfección. Dios ve nuestro pasado, presente y futuro desde su eterno presente, desde su momento justo, desde el kairós.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
El Evangelio de hoy nos habla del primer milagro de Jesús y nos muestra la fuerza de la fe, la verdadera, la que «mueve montañas» (Mateo 17,20); esa fe que hace decir al leproso: «Si tú quieres, puedes curarme».
El leproso «no se resigna ni ante la enfermedad ni ante las disposiciones que hacen de él un excluido. Para llegar a Jesús, no teme quebrantar la ley y entra en la ciudad» (Papa Francisco, Audiencia general, 22 de junio de 2016).
La oración del leproso es sencilla, directa, sentida y llega poderosamente al corazón de Jesús que «se compadeció de él». Y nosotros, ¿cuando le pedimos cualquier cosa a Dios, cómo nos comportamos?
El leproso representa lo que con demasiada frecuencia vivimos en nuestras familias, en nuestra relación conyugal: el aislamiento, la soledad y el desapego, aunque vivamos en la misma casa.
La experiencia de sentirse solo, sobre todo en los momentos de prueba, no es ajena a nadie. ¿Cuántas veces nos hemos sentido leprosos en nuestra vida? ¿Cuántas veces no nos hemos sentido acogidos, sino alejados, por las personas que queremos?
A veces las discusiones, los malentendidos, las tribulaciones crean distancias que nos alejan cada día más, llevándonos quizás a cometer errores y caer en el pecado.
Y es entonces cuando vivimos como leprosos, impuros, enfermos, aislados, solos. ¡Pero justo este estado de sufrimiento y de pecado puede ser nuestra salvación!
De hecho, sólo admitiendo y viendo cada día nuestro estado de «lepra», podemos encontrar la modestia de postrarnos ante Jesús y pedir su presencia y su curación. No necitamos largos discursos, sólo necesitamos abrir nuestro corazón y encomendarnos a Él, reconociéndonos necesitados de sus cuidados, de su curación y, sobre todo, de su amor.
Nuestra familia es hermosa a sus ojos, a pesar de la pobreza que la habita. Jesús nos mira con compasión, con amor desmedido, infinito y loco.
Él mira nuestras carencias y con su mirada amorosa de Padre va más allá, acogiendo nuestro dolor y sufrimiento con nosotros y por nosotros, transformando nuestra «lepra», porque quiere sanarnos con su amor, que es un bálsamo.
Muchas veces, nuestro orgullo nos hace creer que todo depende de nosotros, para bien o para mal. El Señor desea nuestra oración, para pedir su intervención en nuestra vida, su ayuda, su abrazo y fortalecer nuestra fe en su amor, que todo lo puede.
La humildad de admitir que no podemos superar los problemas y las crisis que afligen a cada matrimonio, a cada familia, nos permite reconocer que necesitamos a Jesús. Estamos casados en Cristo, pero Él es, de hecho, muchas veces «el excluido» en nuestra relación.
Encomendemos nuestra familia al cuidado y a la misericordia de Dios, para que nos sane de toda «lepra» y nos dé conciencia cada día de que Él puede transformar nuestras miserias en frutos, nuestras heridas en ventanillas y nuestra soberbia en humildad, para acogerle con fe fuerte y sincera en nuestro hogar. Amén.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
𝘚𝘦 𝘭𝘦 𝘲𝘶𝘪𝘵ó 𝘭𝘢 𝘭𝘦𝘱𝘳𝘢 𝘺 𝘲𝘶𝘦𝘥ó 𝘭𝘪𝘮𝘱𝘪𝘰.
✠ Del santo Evangelio según san Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: «Si tú quieres, puedes curarme». Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: «¡Sí quiero: Sana!» Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: «No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés». Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.