El evangelista Juan anuncia el envío del Espíritu que procede del Padre y testimonia la resurrección de Cristo en el corazón de los discípulos. Él es el Paráclito, el abogado puesto al lado, que defiende a los creyentes en el tiempo de la persecución, alimentando la valentía y la fuerza profética, para que puedan anunciar a todos la feliz noticia de la salvación. El Espíritu Santo guía, como fiel compañero, a la Iglesia en el camino de la historia y la instruye acerca de las «cosas futuras». A pesar de la opacidad del presente, la Iglesia, fortalecida por el don del Espíritu Santo, no pierde la esperanza en el «futuro» plenamente revelado por Cristo resucitado.
Pentecostés nos recuerda que toda la vida cristiana consiste en la adquisición del Espíritu Santo, por el cual llegamos a ser hijos de Dios y hermanos en Cristo. En efecto, en el Espíritu tenemos acceso a Dios Padre y somos conducidos al conocimiento de Jesucristo: Camino, Verdad y Vida. En el Espíritu, somos miembros del mismo cuerpo de Cristo y donde está el Espíritu Santo está el amor de Dios que ordena en unidad toda diversidad posible. Él es belleza, armonía, éxtasis de amor y sinfonía soberana; es el alma de todo camino matrimonial, un soplo de vida que renueva la relación conyugal y hace de cada lugar doméstico un pequeño cenáculo.
Como en el día de Pentecostés, cada familia puede recibir el amor de Dios que se derrama, delicada pero eficazmente, en su vida cotidiana. En el Espíritu, las dificultades y alegrías que caracterizan la vida familiar son atravesadas por la luz de la resurrección y dotadas de un significado nuevo, de posibilidades proféticas que se abren hacia el futuro. Por medio del Espíritu Santo, no hay situación existencial lacerada y lacerante que no pueda encontrar curación, consuelo, comprensión, entendimiento, sintonía, armonía y espera del tiempo del otro. Éstos son algunos de los efectos existenciales que la humilde acogida del Espíritu determina en una familia que se dispone a invocarlo y a esperarlo.
Como los apóstoles reunidos en el cenáculo junto a María, abramos de par en par las puertas de nuestro corazón en espera del Espíritu, que es Señor y da la vida. Sumerjámonos en el corazón de Dios a través de la oración y saquemos fuerzas de su ternura, para hacer de nuestros hogares su morada estable. Saboreemos la sobria embriaguez del Espíritu en cada mirada compartida, palabra comunicada y caricia dada, para fortalecernos en la comunión y resistir, firmes y unidos, en los tiempos de las dificultades y de las crisis. Como familia, invoquemos al Espíritu Santo, sin temor, pero con fervor y humildad: «Espíritu Santo, unidad perfecta, canto del corazón de Dios, ofrenda de amor por la humanidad, desciende y reaviva la unicidad de nuestra carne para convertirnos cada día en un solo cuerpo y una sola alma. Ven Espíritu de amor y haz de nuestra casa tu morada, para que podamos saborear en cada momento de la ternura desbordante de tu presencia liberadora».
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo: Reciban el Espíritu Santo.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 20, 19-23
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo».
Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar».
Jesús, habiendo concluido su misión en la tierra, antes de regresar al Padre, confiere a sus discípulos una misión, un mandato: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura». Ese mandato ha atravesado los siglos sin perder su frescura y su fuerza, y aún hoy interpela a cada bautizado para que el Evangelio sea anunciado a toda criatura.
También nosotros, los esposos, estamos llamados a llevar el anuncio del Evangelio que salva, antes que con la palabra, con nuestra vida, porque esta es ya signo del amor de Dios en el mundo, es «un «evangelio», una «buen noticia»» —como dicen los obispos— (DPF, n. 8), capaz de contar la grandeza de un Dios que por amor ha entragado a su Hijo y en Él nos ha devuelto la vida y la alegría.
¿A quién llevar el anuncio? ¿Quiénes son los paganos de hoy? Son los mismos bautizados, son los esposos cristianos que, a pesar de haber recibido el sacramento del matrimonio, no conocen su grandeza y no disfrutan de sus frutos espirituales. Sobre todo, estamos llamados a llevar el anuncio a tantas parejas heridas, en dificultades y en crisis, que han perdido el camino, que ya no creen en el amor, que han perdido la esperanza y que han cedido a la resignación. A ellos es a quien podemos y debemos llamar, incluso a través de la fragilidad de nuestra vida, como Pablo, pues cuando somos débiles, es cuando somos fuertes, cuando estamos dispuestos a perder la vida, la encontramos en plenitud, y cuando estemos cansados y oprimidos, es cuando podemos sacar, sin dinero ni gastos, alimento y fuerza, gracia y bendiciones del corazón traspasado de Jesús.
El Espíritu Santo que habita en nosotros nos enseña a amar, nos da un corazón nuevo y nos hace capaces de amar como Jesús ama a su Iglesia. Y los signos que harán eficaz nuestro anuncio son la capacidad de perdonarnos unos a otros, la acogida y el cuidado que sabremos darnos unos a otros, la fidelidad y la gratitud, la ternura de los gestos y la capacidad de justificar el límite del otro y de crecer en el respeto mutuo. Son los signos de la presencia del Espíritu capaz de hacer de cada familia un espejo de la belleza y del amor de Dios y de sembrar en el corazón de cada hombre la nostalgia de un amor mayor.
En un momento de tanta desorientación, el Papa Francisco invita a las familias cristianas a ser un faro para todas las familias que han perdido el rumbo y caminan sin una meta, para que puedan reencontrar el camino y llegar a un puerto seguro.
Danos, Jesús, tu Espíritu Santo cada día, para que se convierta en fuente de amor siempre nuevo en nosotros y nos enseñe la fidelidad a la oración, a fin de que podamos custodiar el don recibido y llevar el aroma de Cristo al mundo.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios.
✠ Del santo Evangelio según san Marcos 16, 15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos».
El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.
Jesús continúa amándonos como el Padre lo ama desde siempre. Esta es la primera afirmación que leemos en el evangelio de este sexto domingo de Pascua. El amor de Dios Padre nos llega a través de Jesús y Él nos ama con el mismo amor con el que Él es amado.
Nosotros, los matrimonios, relaciones consagradas habitadas por la Trinidad, anunciamos este amor haciéndolo visible al mundo. Es a partir de nuestra vida conyugal y familiar que, «permaneciendo» en Él, experimentamos la felicidad prometida para ser canales de esperanza, donde el desánimo y la resignación parecen prevalecer. Al recibir sacramentalmente la capacidad de amarnos como Jesús ama, estamos llamados a hacer visible este amor, a encarnarlo.
Las contrariedades en la vida matrimonial y las incomprensiones en la familia, son a menudo el resultado de nuestra dificultad para encarnar el amor. Cuántos buenos propósitos han fracasado porque sólo confiamos en nuestras propias fuerzas, por la falta de conciencia de que cada persona puede ser para el otro signo eficaz de un amor más grande. Si el amor no se traduce en disposición para perder algo, en hacer espacio, en donar tiempo y en revisar convicciones, prioridades y proyectos, sin recriminaciones ni reclamos, difícilmente podrá realizarse el verdadero bien para el otro.
Jesús encarna el amor del Padre para que podamos amarnos como «Él nos ha amado», dando su vida y haciendo efectivo el proyecto de salvación para el mundo entero.
Estamos llamados a vivir este amor en nuestras familias, un amor que no pide nada a cambio sino que lo da todo para que el otro tenga vida.
Danos tu Espíritu Santo, Señor,
enciende en nosotros la nueva luz para reconocer tu amor,
haznos capaces de corresponderle,
haznos capaces de compartirlo,
de hacerlo efectivo.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 15, 9-17
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena.
Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre.
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros».
Recuerdo ese momento de niño en el que torpemente derramé mi bebida sobre el papel en el que yo pintaba. Mi obra de arte había quedado arruinada por una fea mancha ocasionada accidentalmente por un descuido mío. Empecé a llorar desconsolado. Había empleado tanto tiempo y esfuerzo hasta entonces en lo que consideraba mi mejor trabajo, el cual ahora encontraba destruido para siempre. En eso, llegó mi maestra y con una ternura y destreza sorprendente, me mostró que la pintura aún podía salvarse. Así, ante mi asombro y alegría, ella aprovechó la misma mancha para crear otros rasgos sorprendentes, con la misma técnica mostrada ahora en videos con la que un artista convierte las manchas accidentales de café en dibujos increíbles. Mi obra quedó mejor que lo esperado.
Hoy ya casi no dibujo ni pinto, pero sigo derramando mis bebidas, sigo arruinando mis trabajos con mis torpezas. ¿Cuántas equivocaciones he cometido, cuántos errores, cuántas faltas? He arruinado casi todo lo que he hecho; y aún peor, he derramado mi bebida en lo que otros hacen y arruinado sus obras. Sé que no hay vuelta atrás, pero me gustaría que viniera algún gran artista que pudiera transformar esas feas manchas en algo bello.
Ese artista sí existe.
En su relato cosmogónico Ainulindalë («La música de los ainur») que se incluye en la obra El Silmarillion, el escritor británico J. R. R. Tolkien, autor también de El señor de los anillos, describe magistralmente como el personaje divino de Ilúvatar convocó a todos los ainur, seres espirituales creados previamente por él, y les comunicó un tema (musical) poderoso. Posteriormente, Ilúvatar les dijo que, sobre ese tema, ellos hicieran juntos y en armonía, una Gran Música, en la que cada uno mostraría sus poderes en el adorno. Ilúvatar se sentaría y escucharía con agrado la belleza que despertara en canción. Así lo hizo y los ainur comenzaron su participación y colaboración en esta gran obra. Sin embargo, uno de ellos, Melkor, a quien le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, en su libertad, empezó a distanciarse del designio y tema de Ilúvatar y a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos. Por ello, Melkor empezó a entretejer algunos de estos pensamientos en la música y creó una discordancia que confundió y desalentó a muchos de los que tenía cerca. Ilúvatar se paró y detuvo a los ainur para que empezaran el tema de nuevo, pero la discordancia de Melkor aumentó e incluso otros lo siguieron. Esto se repitió varias veces. La tercera vez que Ilúvatar se puso de pie, cesó la música y dijo esto:
—Poderosos son los ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los ainur que yo soy Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. Y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mí su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es solo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado.
Y les mostró el mundo asombroso que habían creado todos con su música. Incluso, lo que Melkor pensó que hacía para destruir pudo ser utilizado y transformado en algo mejor al final.
Dios es un artista, no cabe duda. Y Tolkien plasmó de forma alegórica esta característica en el personaje de Ilúvatar. A Él no se le escapa nada y es capaz de reconstruir y reconfigurar en armonías nuestras discordancias, ya sean accidentales o intencionales.
Dios no hace nada malo. Al ser amor, todo lo hace para bien. Sin embargo, nos da libertad como prerrequisito para el amor, y es nuestra libertad la causa de que podamos elegir algo que tiene como consecuencia el mal, el dolor, la muerte, la discordancia. Dios no creó eso, solo nuestra libertad, a la que respeta. Yo no diría siquiera que Dios «permite el mal», como si lo aceptara o se resignara a ello. ¡No! Creo que a Dios no le gusta que el mal exista, así como a ninguna maestra o madre le gusta que caiga bebida en la pintura de un niño. Pero una vez que sucede, Dios aprovecha alguno de esos males y como artista que es, los convierte en algo provechoso, en algo que incluso mejora el proyecto inicial.
Considero que la cruz es así: un instrumento creado originalmente por el ser humano para atormentar y matar, una creación del torpe uso de su libertad, que Dios reconfigura con ternura para dar vida y esperanza, para acercarnos más a Él. La cruz fue originalmente un medio de tortura y muerte, pero Jesús la reconfiguró y aprovechó para mostrarnos que Dios nos ama en extremo. Dios no tiene miedo de que nuestras faltas arruinen su obra, tampoco las desea, por supuesto; pero una vez presentes por nuestra torpeza, las aprovecha y crea algo más grande con ellas. De manera semejante, los cristianos no debemos desear el mal, pero tampoco debemos tenerle miedo, pues sabemos que nada escapa de la providencia de Dios y al final nada impedirá su designio. Por eso levantamos la cruz en alto, porque Dios siempre puede más.
Por lo anterior, podríamos considerar a la cruz de cada uno como algo negativo ocasionado o creado originalmente por nosotros, no por Dios, pero que Él transforma y aprovecha para quitar de nosotros lo que nos aleja de Él, lo que nos impide acercarnos a Él. Podríamos definirla como un medio para despojarnos de lo que nos impide acercarnos a Él. Duele, pero es una manera de aprovechar o redimir el mal. El dolor, de hecho, es una de esas cosas, originalmente malas y sin sentido, que Dios transforma para sacar algo bueno, para permitirnos amar como Él ama.
Antes de seguir con el tema del dolor y del sufrimiento, para entender, nos puede servir también la comparación entre placer y felicidad. Y es que placer y felicidad no son lo mismo. El placer es la sensación agradable, y a veces adictiva, que se dispara en nosotros ante un estímulo externo, que puede ir desde comer un chocolate hasta apreciar una imagen que nos guste. Es algo grato, pero generalmente de corta duración. Y su antónimo es el dolor. La felicidad, por otra parte, se relaciona más con el estado de satisfacción que se logra con el avance hacia objetivos de largo plazo, y por ello tiende a ser más duradera. Y su antónimo es la infelicidad. Lo importante, es reconocer la diferencia entre estos términos, y observar que uno puede sentir dolor y ser feliz, así como puede sentir placer e infelicidad al mismo tiempo. Por ejemplo, podemos observar a un competidor en las disciplinas de maratón o de marcha al llegar a la meta. En estos competidores, se observa una expresión de dolor y sufrimiento. Se ve que les duele todo, desde las piernas hasta los parpados. Sin embargo, al mismo tiempo, se descubre en ellos una expresión de felicidad por haber terminado la carrera. Por otra parte, un alcohólico puede sentir placer al consumir un buen vino u otra bebida, que hoy diríamos que le proporciona dopamina en su organismo, pero al mismo tiempo puede ser infeliz por una pérdida, ya sea de un ser querido, del empleo o de sí mismo. A todos nos gustaría sentir placer y felicidad, pero esto no siempre se da. Lo bueno es que Dios permite que, aún a pesar del sufrimiento, podamos ser plenos y felices. A veces, incluso, pareciera ser una condición.
Como lo mencionan los libros sagrados, y nos lo han recordado santos y eruditos, Dios no crea o no tenía planeado originalmente el mal para nosotros, pero respeta nuestra libertad, porque es un requisito para que podamos amar como Él. Así que, como artista que es, y a través de su tiempo, del kairós, va reconfigurando cada mal que nosotros torpemente generamos, y tiernamente lo convierte en oportunidad de mejora para alcanzar nuestra plenitud.
Por ejemplo, un alcohólico, para recuperarse, puede someterse a tratamientos que incluyan el aislamiento temporal y el paso por dolorosos periodos de abstinencia. Ni el aislamiento ni el dolor de la abstinencia son originalmente cosas buenas. En un principio, son consecuencias negativas del torpe empleo de la libertad del ser humano. Sin embargo, Dios, como gran artista, las aprovecha para que, gracias a ellas, el alcohólico pueda volver a estar en contacto con los suyos y con él mismo. Así que el alcoholismo no es la cruz para el alcohólico. La cruz para él es el tratamiento, el aislamiento temporal o el síndrome de la abstinencia. Pero tal vez el alcoholismo de un pariente sí es la cruz para otra persona de la familia; es el mal reconfigurado que puede hacer que esta otra persona se acerque a Dios.
Cada uno tiene una cruz distinta y especial, y uno no la escoge. Recordemos que acercarnos a Dios no significa tanto acercarnos a un lugar específico, sino a una condición, a un estado. Acercarnos a Dios, es acercarnos más a lo que Él es, es llegar a ser, cada vez más, imágenes suyas; esto es, amar como Él ama. Para esto fuimos creados.
Dios nos invita a lo mismo, a aprovechar nuestras faltas: al arte de aprovechar nuestras faltas. La mancha que torpemente ocasionamos en nuestra pintura aún puede transformarse en algo bello. Dejémonos ayudar por Dios.
Zacatecas, Zacatecas, 25 de septiembre de 2022.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).
La palabra que el Señor nos da en este quinto domingo de Pascua habla de la viña y del agricultor. Dios Padre, en esta imagen, es el agricultor que es, al mismo tiempo, dueño y administrador de la viña, Jesús es la vid, mientras que los discípulos son los sarmientos.
Esta imagen en la que se enfatiza la importancia vital de la relación que existe entre los sarmientos y la vid, pretende representar metafóricamente nuestra relación con Jesús, sea como cristianos singulares o como esposos.
Si miramos con atención la planta de vid, notamos inmediatamente que es muy difícil distinguir dónde termina la misma y dónde, en cambio, comienzan los sarmientos; son, de hecho, uno. Esta imagen nos presenta la relación entre Cristo y Su Iglesia, que somos nosotros. Nosotros, los cristianos, pertenecemos a Cristo, así como los sarmientos pertenecen a la vid y son uno con ella, un único organismo.
Con la celebración del Sacramento del Matrimonio, los esposos pertenecen a Cristo y se pertenecen entre sí, como dos sarmientos o ramas distintas que, unidas por Cristo y en Cristo, vida fecunda, se convierten en «una sola cosa» en Él. Es Dios quien mantiene unida a la pareja, es Él el elemento de comunión. Él es el vínculo de nuestro amor conyugal. Así nace una nueva criatura inseparable, en la que el esposo y la esposa se convierten en una sola rama.
Por tanto, existe la relación entre los dos cónyuges (sarmiento único) y la relación entre los cónyuges y Cristo (la vid). La gracia recibida con el sacramento del matrimonio desciende copiosamente cuando un cónyuge reconoce en el otro también su propia vid. Entonces, si mi vid es también mi esposa, puedo sacar y transferir ese amor recibido de Cristo, vid fecunda, y dárselo a mi esposa, en un intercambio fructífero y recíproco.
El verbo «permanecer», que aparece con frecuencia en el pasaje bíblico, significa que permanecemos en Jesús, como Él está en nosotros; y si permanecemos en Él, todo se vuelve posible y fructífero. «Permanecer» en el sentido de «estar» con Jesús, «cultivar y mantener» viva la relación con él, a través de la lectura, el estudio, la escucha y la meditación de la palabra, que es nuestra sangre vital. Nosotros permanecemos en Jesús y Sus Palabras permanecen en nosotros, pero «permanecer» también a través de la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía y la Reconciliación. Pero hay que escuchar la palabra y ponerla en práctica, tener fe, creer y poner nuestras acciones, nuestra existencia en lo que Él nos ha dejado con sus preciosas enseñanzas: «El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer». Sin Dios estamos destinados a morir, a convertirnos en ramas secas; los sarmientos, de hecho, solos, desprendidos de la vid, se marchitan hasta morir.
Dios es la fuente de la vida eterna. Para que cada rama dé fruto y no se seque es necesaria la poda, momento doloroso pero fundamental cuyo objetivo es cortar todos esos brotes superfluos y/o nocivos a la planta, para darle fuerza y hacer nacer algo nuevo. De hecho, cuando el agricultor realiza la poda, esto es un beneficio, un don, para la propia planta. De la misma manera, en la poda Dios corta y tala en nuestra existencia y en la vida de pareja, todo lo que, aunque sea bueno, se corta para que dé más fruto, o todo lo que está mal y que impide nuestro crecimiento hacia la santidad: actitudes malsanas. y estilos de vida, todas aquellas condiciones y situaciones que no nos permiten construir una relación auténtica con Jesús, apegos desordenados (arribismo, egoísmo, amor propio) que solo pueden traer beneficio personal o de pareja en detrimento de los demás o que, igual, no beneficien a los otros (cónyuge, hijo, hermano). La poda es una actividad a favor de la vida individual y conyugal para salvarla y hacerla fructificar, para dar nuevo impulso, fecundidad, vitalidad al sarmiento.
En la bellísima metáfora de hoy, por tanto, se reafirma lo importante que es convertirse en discípulos de Cristo para dar mucho fruto. «La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos». La vid no es productiva para sí misma, sino para los demás. El sarmiento vinculado a ella se realiza cuando ve aparecer nuevos brotes, hojas y racimos. Del mismo modo, el cristiano no está llamado a producir obras de amor para sí mismo ni siquiera para agradar a Dios, sino que su tarea consiste en ser portador de amor y alegría para aquellos a quienes Dios mismo ha puesto a su lado.
Por ello, el bien que debemos buscar es el bien del otro, de quienes están cerca de nosotros, ya sea nuestro cónyuge, nuestro hijo, hermano, y no el bien personal. Los frutos que cosecharemos estarán en el amor dado a los demás. Con la mesa eucarística, nosotros, los sarmientos, acogemos en nuestro corazón a Jesús, que se convierte en pan para nosotros, del mismo modo que estamos llamados a darnos como pan para los demás, dando así grandes frutos. Ser instrumentos para hacer circular el amor de Dios nos hace fecundos en nuestro camino hacia la santidad personal, conyugal y de los demás.
Oh, Señor, que como esposos nos has unido a Cristo como un único sarmiento de la vid verdadera, llénanos de tu gracia y danos tu Espíritu Santo para que, amándonos el uno al otro con un amor sincero, podamos dar frutos de santidad y de paz.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 15, 1-8
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Al sarmiento que no da fruto en mí, él lo arranca, y al que da fruto lo poda para que dé más fruto.
Ustedes ya están purificados por las palabras que les he dicho. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer. Al que no permanece en mí se le echa fuera, como al sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo arrojan al fuego y arde.
Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y se les concederá. La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos».
«Yo soy el buen pastor» es el título más desarmado y desarmante de Jesús se dio a sí mismo. Sin embargo, esta imagen no tiene nada de debilidad o sumisión. Él es el pastor fuerte que se enfrenta a los lobos y que tiene la valentía de no huir; el pastor bello y el pastor verdadero que se preocupa por las cosas importantes. El pastor que da la vida por sus ovejas.
A la pareja y a la familia, Jesús, el buen pastor, da el ejemplo: el amor del verdadero pastor es extremadamente fiable hasta el final y más allá, porque ofrece la vida por sus ovejas. «Dar la vida» se entiende en el sentido de la vid que da vida a los sarmientos; del vientre de mujer que da vida al niño; del agua que da vida a la estepa árida. «Ofrecer su vida» significa que nos da su forma de amar y de luchar. Sólo con un suplemento de vida, la suya, podremos vencer a los que buscan la muerte, a los lobos de hoy. También nosotros, discípulos que queremos, como él, esperar y construir, dar la vida y liberar, estamos llamados a asumir el papel del «buen pastor»; es decir, a ser fuertes, bellos y verdaderos, incluso en el pequeño rebaño que se nos ha encargado: la familia, los amigos y aquellos que confían en nosotros.
En la vida cotidiana, «dar la vida» significa en primer lugar dar nuestro tiempo, lo más raro y preciado que tenemos; estar presente para el otro, en escucha atenta, sin distraernos y cara a cara; es decirle: tú me importas.
«Eres el único pastor que nos hace caminar a los cielos, Tú, el pastor bello. Y ya sabes que cuando le decimos a alguien “eres bello” es como decirle “te amo”» (Ermes Ronchi).
Nuestro corazón puede desear y acoger dócilmente este amor para transmitirlo al esposo o a la esposa en total pobreza, porque es Jesús quien nos ayuda a comprender que, con su ayuda, en Él, también nosotros, los esposos, podemos aprender poco a poco a amar de una manera cada vez más profunda y confiable. Todo lo contrario del mercenario, a quien las ovejas no le pertenecen, Jesús entra por la puerta, pero Él mismo es la puerta de la Salvación. Por la puerta, se entra con respeto y amor. Por la valla, se entra a escondidas y mediante el engaño. Nosotros también, como esposos, aprendamos a tener respeto y amor por nuestro cónyuge, sin imponer nada, sino atendiendo el tiempo del otro, con delicadeza y respeto.
El buen pastor está siempre atento, con discreción, a la pareja y a sus necesidades. ¡Cuántas heridas, cuántos miedos y fragilidades se disuelven gradualmente cuando son inundados por el amor! Solo mirando a Cristo, manteniendo la mirada fija en Él, podemos caminar hacia la plenitud de ese amor que, como puro don, implanta en los esposos un modo único de amar, custodios de una gracia que es derramada por Cristo pastor, mediante el sacramento celebrado. Recordemos siempre ese «sí» pronunciado frente al altar, un «sí» que se repite y se multiplica cada día. Cada llamada al amor exige siempre un «sí», sobre todo, un sí a Cristo, nuestra salvación.
Que las elecciones en nuestra vida estén orientadas siempre hacia ese amor del cual hemos sido generados. Que reconozcamos siempre su voz, porque es liberadora, y sigamos al pastor que entra siempre por la puerta para presentarnos los pastos de la alegría.
San Juan Pablo II:
«El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos —comenzando por las autoridades públicas— el respeto a los derechos que, salvando la familia, salvan la misma sociedad» (𝘊𝘩𝘳𝘪𝘴𝘵𝘪𝘧𝘪𝘥𝘦𝘭𝘦𝘴 𝘭𝘢𝘪𝘤𝘪, 40).
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
El buen pastor da la vida por sus ovejas.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 10, 11-18
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. En cambio, el asalariado, el que no es el pastor ni el dueño de las ovejas, cuando ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; el lobo se arroja sobre ellas y las dispersa, porque a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen pastor, porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, así como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre. Yo doy la vida por mis ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil y es necesario que las traiga también a ellas; escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor. El Padre me ama porque doy mi vida para volverla a tomar.
Nadie me la quita; yo la doy porque quiero. Tengo poder para darla y lo tengo también para volverla a tomar. Este es el mandato que he recibido de mi Padre».
El evangelio de hoy nos toca tan profundamente que no podemos permanecer indiferentes. Es una palabra que vemos concretarse todos los días. No es un episodio que ocurrió mientras Jesús estaba con los discípulos, sino un hecho que sucede justo ante nuestros ojos todos los días.
Dos discípulos, tal vez un hombre y una mujer, tal vez una pareja de esposos como nosotros, acaban de encontrar al Señor resucitado, lo han reconocido al partir el pan y este acontecimiento cambia sus corazones, sus vidas, y mientras antes estaban cansados y tristes, ahora están listos para dar su testimonio gozoso. Cuántas veces nos sucede que cuando hablamos de nuestro encuentro con Jesús vemos los corazones expandirse, sentimos el Espíritu vibrar, nuestro testimonio hace presente al Señor que anunciamos. Y Jesús resucitado se hace verdaderamente presente, se les aparece mientras aún están hablando y les trae la paz, la «paz profunda», la que va más allá de la superficie emotiva, que va más allá de las preocupaciones cotidianas, y llega hasta allí, a la parte más íntima de nosotros.
Lo conocían bien, Jesús había caminado con ellos, había hablado, trabajado, amado, y sin embargo esta vez no lo reconocen, les parece un fantasma. ¿Cuántas veces nos ha pasado que Jesús ha caminado a nuestro lado y no lo hemos reconocido? Pero Jesús les pronuncia los verbos más sencillos y familiares: «mirar, tocar, comer»; habla y explica las Escrituras, y su presencia viva abre el entendimiento a la inteligencia, a la comprensión de la Palabra que de repente se vuelve clara, sencilla, cercana, como dirigida a cada uno de ellos, y a cada uno de nosotros.
De ahí surge la misión de ser testigos —no predicadores sino testigos— de su presencia, de su cercanía y de su paz, en nuestra vida de esposos, en nuestra familia y en nuestro trabajo, con la sencillez de los niños que tienen una bellísima noticia que dar y no pueden quedarse callados, y su rostro se ilumina, su mirada y su sonrisa se vuelven luz —no son la Luz, sino que dan testimonio de la Luz—, pues traen la noticia más grandiosa que existe: Jesús no es un fantasma, está vivo y nos envuelve de paz, de resurrección y de vida.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Está escrito que Cristo tenía que padecer y tenía que resucitar de entre los muertos.
✠ Del santo Evangelio según san Lucas 24, 35-48
Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.
Mientras hablaban de esas cosas, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Ellos, desconcertados y llenos de temor, creían ver un fantasma. Pero él les dijo: «No teman; soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona. Tóquenme y convénzanse: un fantasma no tiene ni carne ni huesos, como ven que tengo yo». Y les mostró las manos y los pies. Pero como ellos no acababan de creer de pura alegría y seguían atónitos, les dijo: «¿Tienen aquí algo de comer?» Le ofrecieron un trozo de pescado asado; él lo tomó y se puso a comer delante de ellos.
Después les dijo: «Lo que ha sucedido es aquello de que les hablaba yo, cuando aún estaba con ustedes: que tenía que cumplirse todo lo que estaba escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos».
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: «Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto».
Que cada familia se convierta en una pequeña «posada de la misericordia», donde disfrutar de la alegría y compartir la belleza de la reconciliación y de la paz
Queridos hermanos y hermanas amados por el Señor, hemos llegado al segundo domingo del tiempo de Pascua. Saludémonos, pues, diciendo: «Aleluya, Jesús ha resucitado. Él verdaderamente ha resucitado. Aleluya».
Después de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos y estuvo entre ellos, nos dice el evangelio, e inmediatamente llenó sus corazones no sólo de asombro, de maravilla, sino también de alegría y, sobre todo, de paz. De hecho, las primeras palabras que pronuncia el resucitado son: «La paz esté con ustedes». Cristo es la paz, la verdadera paz, Cristo es el príncipe de la paz que debe reinar en nuestros hogares. Invoquemos la paz sobre nosotros, sobre nuestras relaciones matrimoniales y familiares, sobre todos los que caminan con nosotros, sobre quienes encontramos, sobre el mundo entero y sobre toda la humanidad. Que la paz de Cristo esté siempre con nosotros, y de nuevo reflexionemos sobre el hecho de que durante la primera aparición de Jesús Tomás no estuvo presente y no fue invadido por la misma alegría de la que fueron investidos sus compañeros. Él permanece incrédulo, perplejo, pero Jesús no lo deja en esta situación, aparece de nuevo y le prepara un encuentro personal único y especial. Jesús se deja tocar por Tomás, le deja poner su mano en sus llagas, en las marcas de los clavos y en su costado traspasado, donde se esconde la infinita misericordia de Dios. También nosotros, con demasiada frecuencia, nos aislamos, nos alienamos, nos distanciarnos de nuestro esposo, de nuestra esposa, de nuestra familia, de la comunidad, nos alejamos de ese lugar privilegiado que Dios eligió para que podamos experimentar su amor, su misericordia y su salvación.
Al alejarnos de casa, nos distanciamos de Dios mismo.
No se trata necesariamente de un distanciamiento físico, sino de pensamiento y de corazón, y esto puede transformarse en un verdadero atentado a la unidad y comunión al interior de esa pequeña comunidad o iglesia doméstica que Dios nos ha dado: la familia.
¿La buena noticia, saben cuál es? Es que Cristo resucitó por nosotros y que a través de Él nuestra vida también puede resucitar. Nuestras relaciones desgastadas, nuestras relaciones heridas y sangrantes, nuestras situaciones humillantes y desalentadoras, nuestros sueños rotos, nuestros deseos sin esperanza alguna, todo lo puede resucitar Jesús. Cristo puede cambiar nuestra suerte. Cristo es nuestra Pascua, aquel que nos conduce de una cultura de muerte, oscuridad y juicio a una cultura de vida, luz y perdón.
En un mundo donde todo parece ensañarse contra el matrimonio y la familia, como Dios la ha pensado, queremos, como Tomás, reconocer en Cristo a nuestro Señor y a nuestro Dios, el único que tiene el poder de combatir por nosotros, de vencer y de reinar con su amor en nuestra casa.
Que en este domingo de la Divina Misericordia, cada familia se deje alcanzar por la gracia del Espíritu Santo y se convierta en una pequeña «posada de la misericordia», donde disfrutar de la alegría de estar junta y compartir con sencillez la belleza de la reconciliación y de la paz y ternura para cuidarnos unos a otros en el amor de Cristo.
El Señor nos bendiga, amén, aleluya.
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
Ocho días después, se les apareció Jesús.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 20, 19-31
Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Dicho esto, les mostró las manos y el costado.
Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría.
De nuevo les dijo Jesús: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar».
Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».
Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes». Luego le dijo a Tomás: «Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree».
Tomás le respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» Jesús añadió: «Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto».
Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.
«¡Cristo ha resucitado, aleluya!» Este grito, que ha traspasado el silencio de la muerte, es el grito de asombro y de exaltación del miserable, del prisionero, del descorazonado ante el misterio de la luz que estalla en las tinieblas, de la esperanza que aniquila el miedo, y de la vida que vence a la muerte y rompe todas las cadenas. La Pascua es la victoria del amor incondicional, capaz de hacer nuevas todas las cosas, y nos exhorta, como familias, a tener coraje, el coraje de no rendirnos ante las pruebas, el coraje de amar más cuando el amor es rechazado y herido, el coraje creer que de las heridas de la pasión, que inevitablemente tocan a nuestras familias, puede fluir un río de consuelo y curación.
Jesús resucitado es el esposo que camina con nosotros, que renueva cada día el vino nuevo de la caridad, que multiplica el pan de la alegría. Él derriba la piedra del sepulcro que aprisiona a tantas, demasiadas, familias y nos ofrece una nueva mirada a nuestra historia de esposos, que se entrelaza con la suya y se convierte en signo y memoria, y nos entrega la palma de la victoria con la invitación a ser luz para quienes viven en la oscuridad de la desilusión, del amor-posesión, de la seducción del placer; nos invita a ser levadura, fermento y signo de eternidad en un tiempo que ha dejado de mirar al cielo y ha perdido el horizonte de eternidad.
𝘚𝘢𝘯 𝘑𝘶𝘢𝘯 𝘗𝘢𝘣𝘭𝘰 𝘐𝘐.
«Queridas familias: ustedes deben ser también valientes y estar dispuestas siempre a dar testimonio de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15), porque ha sido depositada en el corazón de ustedes por el buen Pastor mediante el Evangelio. Deben estar dispuestas a seguir a Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección».
«¡No tengan miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que las dificultades de ustedes! Inmensamente más grande que el mal, que actúa en el mundo, es la eficacia del sacramento de la reconciliación, llamado acertadamente por los Padres de la Iglesia «segundo bautismo»».
(Carta 𝘎𝘳𝘢𝘵𝘪𝘴𝘴𝘪𝘮𝘢𝘮 𝘚𝘢𝘯𝘦 a las familias, n. 18).
(Traducido del original en italiano).
EVANGELIO
É𝘭 𝘥𝘦𝘣í𝘢 𝘳𝘦𝘴𝘶𝘤𝘪𝘵𝘢𝘳 𝘥𝘦 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘵𝘰𝘴.
✠ Del santo Evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró. En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.
El evangelio del Domingo de Ramos nos presenta la entrada de Jesús en Jerusalén en medio de las aclamaciones de la multitud, hasta su muerte en la cruz. Queremos detener nuestra reflexión en el momento más alto del amor de Dios por la humanidad: el sacrificio de Jesús en la cruz. En efecto, es de ese amor, de ese sacrificio por su esposa, la Iglesia, que se genera el sacramento del matrimonio, porque es: «recuerdo permanente […] de lo que acaeció en la cruz» (FC, 13). Pero precisamente por este «recuerdo» el matrimonio, es crucifixión, y es ante todo un morir continuo a sí mismo para entregarse al otro. Como Cristo, durante la cena pascual, se entrega a su comunidad y la hace su esposa en un gesto totalmente libre y gratuito, el hombre y la mujer son también libremente don y respuesta el uno para el otro, salida continua de sí mismo para ir hacia el otro.
Pero también la crucifixión de la familia es de algún modo la «llamada» a la cruz de Cristo. ¡Cuántas experiencias cotidianas, cuántas situaciones dolorosas (enfermedad, falta de trabajo, falta de futuro, violencia, divisiones) nos recuerdan a veces el Gólgota! El amor conyugal es amor crucificado. Hay momentos en la vida en los que parece que lo hemos hecho todo mal: en la oscuridad del corazón, en el horror del dolor que parece sin sentido, en la injusticia de las acciones sufridas, en la irracionalidad del sufrimiento perpetuado sin culpa; el corazón se rebela y, a veces, incluso desde nuestros hogares parece salir ese grito de dolor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La única salida es volver la mirada hacia Aquel que traspasaron. No podemos hacer otra cosa que mirar «ese crucifijo», ese cuerpo desgarrado por el amor. Y allí encontrar el sentido, la fuerza y el consuelo.
¡Poder ver que Jesús está a nuestro lado en las situaciones más dolorosas, en los momentos oscuros de nuestra familia, en los malentendidos de vivir el misterio de ser una sola carne! Disfrutar de la compañía del Hijo de María, de la solidaridad de su ser hombre y Dios para nosotros, de la voluntad de salvarnos no del sufrimiento (que es parte integrante de nuestra vida), sino del pensamiento de estar solos y abandonados por Dios. Ésta es la lección que se aprende en la contemplación amorosa de Cristo crucificado, su estar junto a nosotros, la compañía de su corazón que sufre con el nuestro y como el nuestro, la fuerza de su resistencia, el poder de su perdón, la voluntad de permaneced en silencio, poniendo todo en manos del Padre.
Estamos en el Gólgota. Ésta es la gracia de la liturgia que experimentaremos en los próximos días, reviviendo lo que se narra en el evangelio y participando de los misterios celebrados, experimentando el significado salvífico de los acontecimientos, la fuerza del amor de Dios que abraza y transforma. Jesús está solo ante sí mismo, como también nosotros lo sentimos a veces, pero es necesario vivir el tiempo de la contemplación, el silencio de adoración, porque cuanto más contemplamos el Amor crucificado, más descubrimos la solidaridad de Dios con nuestro dolor. Y desde el Gólgota, podemos vislumbrar ya la resurrección de Cristo y en Él nuestras situaciones también encuentran reparación y Resurrección. ¡Amén!
Concilio Vaticano II.
«El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y , por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (Gaudium et spes, 48).