Por: Carlos Altamirano-Morales
Hace un par de meses, fue el día en que celebrábamos el cumpleaños de mi padre. Recuerdo que yo tendría unos seis o siete años cuando quise tener parte activa en esa celebración y en sus preparativos por primera vez. Uno o dos días antes del festejo, observé que mis hermanos mayores mostraban los regalos que habían comprado y tenían pensado entregarle. Ellos eran varios años mayores que yo, así que los veía muy grandes y sus presentes me parecían muy buenos.
—Aquí está el regalo que le daremos de parte tuya y mía —me dijo mi madre, tal vez al ver mi cara de tristeza por no tener un presente listo.
Me indicó el obsequio que ella había adquirido y envuelto, en cuya tarjeta añadiría mi nombre al suyo, como en años anteriores. Era un lindo detalle de su parte, pero en esta ocasión yo no quería regalar algo compartido. Yo quería dar algo que mi padre reconociera claramente como un regalo mío: algo personal.
¿Qué podía yo regalar a los seis o siete años? Hoy tal vez habría pensado en una tarjeta dibujada por mí. Sin embargo, en ese momento, al tener como referencia los obsequios de mis hermanos, lo único que se me ocurrió fue buscar en mi habitación y sacar todos mis ahorros: una moneda de cinco pesos que tenía guardada. Esta era seguramente el resto de algún regalo o del dinero que mi padre me había dado para comprar un bocadillo en la escuela. Le mostré la moneda a mi madre y le pregunté qué podría comprar con ella. Mi madre me miró y con gran acierto me dijo:
—Yo creo que podemos conseguir algo bueno, y si falta un poco, yo lo completo.
Al día siguiente me llevó con ella a una tienda y me propuso algunas opciones. Escogí entonces una taza de plástico semitransparente de color rojo, que me pareció muy moderna y bonita. La taza costaba cerca de diez pesos (menos de un dólar actual), así que mi madre me indicó que ella pondría el resto.
—Tu papá necesita una taza para su café, así que esta le servirá y gustará mucho —me entusiasmó mi madre.
Llegó el esperado día del cumpleaños y yo estaba muy ansioso de dar a mi padre mi regalo: «mi regalo». Esperé mi turno y lo entregué. Mi padre lo abrió y, sobrepasando todas mis expectativas, me hizo sentir que el obsequio que le di había sido su favorito. No sé si mis hermanos lo habrán notado igual, pero fue muy claro para mí. De alguna manera, mi padre se las ingenió para hacerme sentir único. A partir de entonces, lo vi usar su taza de plástico roja todos los días y con ello apartar las más costosas tazas de porcelana de la vajilla. Él usaba la taza que le regalé incluso en cenas a las que invitaba a sus amistades a nuestro hogar. Con el tiempo, la taza se agrietó en una de sus juntas, debido a su mala calidad, pero, aun así, él la conservó.
Años después, encontré esta taza en la casa de mi madre, luego de la muerte de mi papá, difunto ahora hace casi treinta años. La vieja taza aún estaba allí. Ya siendo yo un adulto, noté lo barata que era. Noté que el dinero con el que mi madre había completado el pago, aunque poco, procedía también de mi padre, pues en ese tiempo ella no tenía un empleo remunerado ni otra fuente de ingresos. Noté que los presentes de mis hermanos venían del dinero que les había llegado de alguna manera también de mi padre. ¿Qué representaban entonces estos regalos para mi papá? ¡Eran regalos que habían sido comprados con su propio dinero! Me conmovió entonces la forma cariñosa como él recibió tanto mi obsequio, como, ahora lo entiendo, los de mis hermanos que, si bien más costosos que el mío, seguramente tampoco eran espectaculares.
Pocos días después de recordar esto, participaba en la Celebración de la Eucaristía con mi familia y el canto del ofertorio llamó particularmente mi atención. Le presentábamos y ofrecíamos a Dios algo más que las monedas y billetes que se colectaban: le ofrecíamos nuestras penas y alegrías, nuestro trabajo; en fin, nuestro ser. Un ser que fue creado con el propósito de irradiar el amor de Dios y ser su reflejo. Pero ¿qué podían representar todas estas cosas y acciones finitas, provenientes de personas pecadoras e imperfectas, para un Dios infinito y perfecto? Él nos recordó que quería misericordia y no sacrificios, pero incluso en ese caso, ¿cuántas obras de misericordia tendríamos que hacer para ofrecerle algo acorde a su dignidad?
Entonces vino la consagración. Jesucristo se entregaba para ofrecerse al Padre por nosotros. Allí se aclaró esa imagen que traía desde hacía unos días. De cierto modo, era como si Dios nos diera lo necesario para que nuestra ofrenda fuera válida y suficiente. Claro, en este caso la ofrenda o regalo no era una baratija como mi taza, sino algo con valor infinito y perfecto, propio de una ofrenda a Dios: Se trataba de su propio Hijo. Y de alguna manera comprendí lo necesario de este sacrificio y ofrenda de Jesús como «complemento» a nuestra ofrenda u ofrecimiento cada vez que lo hacemos: diario, si es posible, o al menos una vez a la semana. Un «complemento» que no vale solo el doble que «el mío», como aquel complemento con que mi madre me ayudó hace años, sino uno infinitamente más valioso que el de mi parte.
Observé claramente que necesitamos del sacrificio de Jesús todos los días, que el sacrificio de Jesús no es solo una conmemoración de aquel ocurrido hace dos mil años, sino que realmente ocurre en cada Celebración de la Eucaristía. Solo por Él, con Él y en Él, podemos cumplir nuestro cometido y tener un ofrecimiento de valor, diario o semanal, que presentar al Padre. No obstante, después me pregunté: ¿Reconocerá Dios en la ofrenda, esa pequeña parte mía? ¿Esa pequeña parte que consiste a lo mucho en una intención y en una respuesta, que para colmo no siempre es firme?
Bueno, recuerdo hoy aquel cumpleaños, y por ello confió en que, así como mi padre apreció esa taza de plástico barata para la cual yo aporté únicamente una porción menor, con más razón, Dios aprecie la ofrenda y alabanza hecha por, con y en Jesucristo.
Y espero y confío en que María, nuestra madre, esté también siempre allí con nosotros, para asesorarnos, apoyarnos y ayudarnos a no caer en ese desánimo de sentir que nada tenemos para dar. Una madre que nos recuerde que aun una taza de plástico puede valer mucho para un Padre que nos ama.
Enero de 2017.
Este escrito es parte del libro Cielo, eternidad y perfección: reflexiones de un padre de familia en aprietos sobre elementos de la cosmología en los orígenes del cristianismo, de Carlos Altamirano-Morales (2023).